Revista Misión/Infovaticana – 24.01.2022
foto: pvproductions
Es gratuita, puede consumirse en cualquier momento, pero cada vez hay más evidencias de sus efectos destructivos para la persona y su entorno.
La historia de Lucas R. –nos ha pedido que usemos ese nombre, aunque por razones que el lector entenderá, es falso– empieza como la de un niño normal que, animado por sus amigos y para evadirse de los problemas que tenía en casa, empezó a ver pornografía con 10 años. Una edad temprana, pero que según los estudios más recientes (como el publicado por la plataforma Dale Una Vuelta), se encuentra justo en la edad promedio de acceso al porno online.
Tras casi 20 años consumiendo pornografía por internet (“creía que lo controlaba porque alternaba épocas de no ver nada, con otras de ver muchísimo si algo no me iba bien”), hoy, a sus 34 años, lamenta que pertenece a una generación “en la que nadie nos ha dicho que el porno es malo, al contrario: la sociedad te anima, te dice que sirve para pasarlo bien, evadirte o liberar estrés, y que es muy difícil perder el control”.
Sin embargo, como muchos de sus actuales compañeros de Sexólicos Anónimos, Lucas sabe que “lo que nadie te cuenta es que la pornografía te atrapa igual que una droga, porque está pensada justo para eso”.
Cuando ya es tarde
Después de tocar fondo con un consumo de pornografía que le llevaba a ver cine X durante horas, Lucas explica que “hasta que no es tarde, no te das cuenta de que lo normal no es ver porno: lo normal es que verlo te amargue la vida, porque te afecta en tus relaciones y poco a poco te quita la alegría y la libertad”.
“Como es gratis, infinito y puedes verlo en cualquier sitio o a cualquier hora –añade–, llega a obsesionarte: yo salía del trabajo pensando en lo que iba a buscar al llegar a casa. Te quita tiempo para dormir, ir con amigos o hacer cosas constructivas. Te encierra en ti mismo, te va volviendo egoísta. Te mete en una doble vida que te rompe por dentro. Y aunque crees que controlas, llega a ser ingobernable: aunque lo niegues, sabes que no puedes dejarlo. Eso produce frustración, baja autoestima… Maltratas una parte íntima de ti, que es preciosa. Te sientes mal, porque cosificas a las personas y tratas a las de tu entorno como a objetos. Y te llena de remordimientos porque sabes que colaboras con un negocio turbio”.
Química, no moral
Aunque algunos pudieran argumentar que sus palabras nacen solo de una mala experiencia, los estudios clínicos que constatan el proceso de dependencia que el porno desencadena en el organismo dan la razón a Lucas. Así lo detalla, por ejemplo, el doctor Peter C. Kleponis, psicoterapeuta experto en adicciones, y autor del libro: «Pornografía: Comprender y afrontar el problema« (Voz de papel, 2018). Su oposición al porno no parte de una premisa moral, sino de una evidencia científica.
Kleponis documenta el proceso por el cual cuando vemos imágenes pornográficas, nuestro cerebro libera grandes cantidades de dopamina (y en los varones, de testosterona), mientras reduce la serotonina. Junto a otros procesos neuronales, el organismo crea un cóctel químico cuyos efectos adictivos son similares a los que produce la heroína.
800 millones de webs X
En esa espiral, el cerebro induce de forma inconsciente a un consumo cada vez más frecuente y prolongado, y debilita la región cerebral (reduciendo su tamaño físico) que regula el autocontrol, la capacidad de distinguir el bien del mal, el sueño…
En muchas ocasiones la persona ni siquiera busca porno para masturbarse, sino por la necesidad física de excitarse rápidamente: es la dopamina de la excitación lo que genera dependencia, no las endorfinas que se liberan tras el orgasmo. La industria pornográfica (que produce beneficios de 13 billones de dólares al año) es consciente de ello, y por eso apenas ofrece películas completas: en el mar de porno que inunda internet (hay 800 millones de webs X, según Dale Una Vuelta), el contenido más frecuente son montajes de escenas cortas e impactantes, o recopilatorios de imágenes similares entre sí. Esta variedad fomenta que la excitación se prolongue mucho más tiempo (en ocasiones, hasta cinco o seis horas), algo casi imposible en una relación personal.
Además, muchas de estas escenas no son realizadas por actores, sino por parejas amateurs que graban sus propias relaciones sexuales, lo que propicia delitos contra la intimidad (el llamado porno de venganza), engorda las arcas de las productoras profesionales (muchas veces vinculadas a redes de explotación), e hipoteca el futuro de miles de jóvenes, que el día de mañana tendrán sus vídeos íntimos al alcance de cualquiera… incluso de sus propios hijos.
Una nueva vida
Pero la historia de Lucas R. (esa R falsa es de “rehabilitado”) muestra que el consumo de porno, sea esporádico, compulsivo o adictivo, puede ser vencido. “Para derrotar al porno y a la lujuria tienes que buscar ayuda. No te puedes engañar: en solitario no puede nadie”, explica. Y cuenta: “Un día que ya no podía más, y aunque ya no era muy creyente, pedí a Dios que me ayudara. Hoy sé que Él me llevó hasta Sexólicos Anónimos. Otra gente va a otros sitios, porque lo importante es pedir ayuda: esto no tiene que ver con ser creyente”.
Tras dos años y medio sin ver pornografía, Lucas concluye: “He descubierto una nueva forma de vida más libre, realista y feliz. Ya no tengo que esconderme. He ganado”.
Un misil contra la salud y la familia
El consumo de imágenes pornográficas, incluso de forma esporádica, puede causar severos problemas de salud. La causa última está en la dopamina. Al ver porno, el cerebro libera de forma muy rápida grandes cantidades de este neurotransmisor, conocido como hormona de la felicidad, que es el mismo que se genera en dosis más moderadas cuando dormimos… y en grandísimas cantidades en los estados de vigilia.
Así, aunque la persona haga un esfuerzo por no ver pornografía, para obtener los niveles de dopamina a los que está acostumbrado, su cerebro le induce la necesidad física de mantenerse más tiempo despierto a costa de las horas de sueño. Y esa falta de sueño es un misil en la línea de flotación de la salud: baja las defensas, altera la percepción sensorial, provoca irritabilidad y mal humor, incide en procesos como la digestión o la hidratación…
Además, la pornografía tiene terribles efectos para la sociedad y para la familia. Según la Academia Americana de Abogados Matrimonialistas, con datos de 2010, el porno interviene en el 58 por ciento de los divorcios, multiplica un 318 por ciento las infidelidades y tiene estrecha relación con el incremento de agresiones y delitos sexuales.
Artículo publicado por José Antonio Méndez en la Revista Misión.