Por Gerardo Castillo – 01.08.2016
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Una finalidad tradicional de la educación es preparar para la vida. Y un error actual es preparar solamente para la vida de éxito profesional como medio para conseguir un bienestar material.
Esa mentalidad excesivamente pragmática crea vacíos educativos, como, por ejemplo, no enseñar a desarrollar actitudes de servicio y solidaridad social. Esos vacíos dificultan que los hijos adquieran virtudes; sin ellas no es posible aspirar a una vida lograda y feliz.
Decía Séneca que hay que enseñar a los jóvenes a vivir honestamente, conforme a la virtud, porque en la virtud reside el sumo bien y la felicidad del hombre. Para conseguirlo proponía cinco medios que son plenamente actuales: 1-los buenos ejemplos (“largo es el camino con preceptos; corto y eficaz con ejemplos)”; 2-reducir las necesidades del cuerpo al mínimo requerido por la naturaleza (sobriedad y templanza); 3- las buenas amistades; 4-las buenas lecturas; 5- el orden en la propia vida (“es grave mal para el cuerpo, y frecuentemente para el alma, hacer del día noche y, contra toda razón natural, convertir la noche en día).
La vida honesta que propone Séneca se parece mucho a la “vida buena” de la que habló Sócrates cuatro siglos antes. Sócrates optó por la “vida buena” a costa de sacrificar la “buena vida”, hasta el extremo de morir por defender la verdad sin componendas.
Piepper afirma que la felicidad está ligada a la contemplación, que es un conocer encendido por el amor. Feliz es quien contempla el bien que ama y quien se entrega a ese bien.
¿Cuál es el mejor lugar para que los hijos aprendan a ser felices?
Es la familia. En ella es donde hay más oportunidades para ser feliz, porque es el lugar en el que la persona puede ser más plenamente ella misma. La familia es un conjunto de personas unidas por lazos de amor incondicional. En ella cada miembro es considerado como un ser único e irrepetible que merece ser querido por sí mismo, no por lo que vale o tiene. La familia es la atmósfera que la persona necesita para respirar.
¿Qué es lo que más ayuda a los hijos a ser felices?
En mi opinión, el ejemplo de unos padres que son felices en su matrimonio. En los matrimonios que se consideran felices suele encontrarse un rasgo común: el gozo por la presencia de la persona amada, que suscita el deseo y la necesidad de seguir estando juntos.
Muchos matrimonios felices han declarado cuál ha sido el factor o factores que lo hicieron posible:
1. Se tomaron en serio el amor, el matrimonio, la vida conyugal y la familia. Para ellos todo eso fue siempre lo prioritario. Se comprometieron a amarse con una entrega y fidelidad total y lo intentaron vivir cada día. La fuerza de ese amor comprometido les hizo más fácil aceptar al otro con sus defectos y con sus cambios a lo largo del tiempo, lo que, a su vez, les fue ejercitando en virtudes como la sinceridad, el respeto y la generosidad.
2. El olvido de sí mismo para estar pendiente del otro; la renuncia a muchos gustos personales para complacer al amado. Cada cónyuge debe basar su felicidad en hacer feliz al otro: ser feliz como consecuencia de ello. Aristóteles afirmaba que la felicidad no se puede buscar en sí misma, no se puede perseguir, ya que es algo que sobreviene, es algo añadido. Tomás de Aquino era de la misma opinión: la felicidad es el gozo o dicha que se deriva de haber conseguido un determinado bien (por la plenitud o perfección personal que esto último conlleva). Lo podríamos expresar así: “a la felicidad por la perfección”.
3. En el matrimonio la felicidad de cada uno depende de la del otro. No se puede encontrar la propia felicidad a costa de la del otro. O los dos felices o ninguno.
4. Ser amigos, además de cónyuges. Los matrimonios felices están basados en una amistad profunda. Ello contribuye a que los pensamientos y sentimientos positivos predominen sobre los negativos. La afinidad espiritual propia de la verdadera amistad es una fuerza que une. A un amigo se le confía todo. Los amigos quieren las mismas cosas y se alegran y duelen de lo mismo. Los amigos conversan entre sí, se consuelan y ayudan. La amistad no impide que los cónyuges riñan, pero sí ayuda a que las peleas no acaben en una crisis conyugal.
*Por Gerardo Castillo Ceballos -Profesor emérito de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra-. Publicado originalmente www.religionconfidencial.com