Las diez mejores frases del Papa en Alemania
Muy fructífera resultó la visita del Papa Benedicto XVI a su tierra natal, Alemania, que realizó entre el 22 y el 25 de septiembre y a la que definió como “una gran fiesta de fe”. A continuación las citas más representativas pronunciadas por el Pontífice en este viaje.
- Actualmente, la mayoría de la gente en esta tierra vive lejana de la fe en Cristo y de la comunión de la Iglesia. Los últimos dos decenios, sin embargo, presentan también experiencias positivas: un horizonte más amplio, un cambio más allá de las fronteras, una confiada certeza de que Dios no nos abandona y nos conduce por nuevos caminos. «Donde está Dios, allí hay futuro».
- Pero estas posibilidades, ¿nos han llevado también a un incremento de la fe? ¿No es necesario, tal vez, buscar las raíces profundas de la fe y de la vida cristiana en algo más que en la libertad social? Muchos católicos convencidos han permanecido fieles a Cristo y a la Iglesia en la difícil situación de una opresión exterior. Han aceptado desventajas personales por vivir su propia fe.
- No queremos escondernos en una fe solamente privada, sino que queremos usar de manera responsable la libertad lograda.
- Repito lo que ya he dicho en otras ocasiones: entre las Iglesias y las comunidades cristianas, teológicamente, la Ortodoxia es la más cercana a nosotros; católicos y ortodoxos poseen la misma estructura de la Iglesia de los orígenes. Por ello, podemos esperar que no esté muy lejano el día en que de nuevo podamos celebrar juntos la Eucaristía.
- En la actual tendencia de nuestro tiempo, en que son bastantes los que quieren, por así decir, «liberar» de Dios a la vida pública, las Iglesias cristianas en Alemania, entre las cuales están también los cristianos ortodoxos y ortodoxos orientales, fundado en la fe en el único Dios y Padre de todos los hombres, caminan juntas por la senda de un testimonio pacífico para la comprensión y la comunión entre los pueblos.
- La fe en Dios, creador de la vida, y el permanecer absolutamente fieles a la dignidad de cada persona fortalece a los cristianos para oponerse con ardor a cualquier intervención que manipule y seleccione la vida humana.
- Vivimos en un tiempo caracterizado en gran parte por un relativismo subliminal que penetra todos los ambientes de la vida. A veces, este relativismo llega a ser batallador, dirigiéndose contra quienes afirman saber dónde se encuentra la verdad o el sentido de la vida.
- Nosotros, en cambio, una y otra vez experimentamos el fracaso de nuestros esfuerzos y el error personal a pesar de nuestra mejor intención. Por lo que se ve, el mundo en que vivimos, no obstante los progresos técnicos nunca llega en definitiva a ser mejor. Sigue habiendo guerras, terror, hambre y enfermedades, pobreza extrema y represión sin piedad. E incluso aquellos que en la historia se han creído «portadores de luz», pero sin haber sido iluminados por Cristo, única luz verdadera, no han creado ciertamente paraíso terrenal alguno, sino que, por el contrario, han instaurado dictaduras y sistemas totalitarios, en los que se ha sofocado hasta la más pequeña chispa de humanidad.
- Cristo no se interesa tanto por las veces que vaciláis o caéis en la vida, sino por las veces que os levantáis. No exige acciones extraordinarias, quiere, en cambio, que su luz brille en vosotros. No os llama porque sois buenos y perfectos, sino porque Él es bueno y quiere haceros amigos suyos. Sí, vosotros sois la luz del mundo, porque Jesús es vuestra luz. Vosotros sois cristianos, no porque hayáis cosas especiales y extraordinarias, sino porque Él, Cristo, es vuestra vida. Sois santos porque su gracia actúa en vosotros.
- Confío que vosotros y tantos otros jóvenes aquí en Alemania sean llamas de esperanza que no queden ocultas. «Vosotros sois la luz del mundo». Dios es vuestro futuro.
Mensaje del Papa para la Cuaresma 2011
Ofrecemos a continuación el Mensaje del Papa Benedicto XVI para la Cuaresma de este año, que ha sido hecho público el pasado 22 de febrero en rueda de prensa por el cardenal Robet Sarah, presidente del Consejo Pontificio “Cor Unum”.
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“Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis resucitado”
(cf. Col 2, 12)
Queridos hermanos y hermanas:
La Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Santa Pascua, es para la Iglesia un tiempo litúrgico muy valioso e importante, con vistas al cual me alegra dirigiros unas palabras específicas para que lo vivamos con el debido compromiso. La Comunidad eclesial, asidua en la oración y en la caridad operosa, mientras mira hacia el encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino de purificación en el espíritu, para obtener con más abundancia del Misterio de la redención la vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma).
1. Esta misma vida ya se nos transmitió el día del Bautismo, cuando «al participar de la muerte y resurrección de Cristo» comenzó para nosotros «la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo» (Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 10 de enero de 2010). San Pablo, en sus Cartas, insiste repetidamente en la comunión singular con el Hijo de Dios que se realiza en este lavacro. El hecho de que en la mayoría de los casos el Bautismo se reciba en la infancia pone de relieve que se trata de un don de Dios: nadie merece la vida eterna con sus fuerzas. La misericordia de Dios, que borra el pecado y permite vivir en la propia existencia «los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2, 5) se comunica al hombre gratuitamente.
El Apóstol de los gentiles, en la Carta a los Filipenses, expresa el sentido de la transformación que tiene lugar al participar en la muerte y resurrección de Cristo, indicando su meta: que yo pueda «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 10-11). El Bautismo, por tanto, no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo.
Un nexo particular vincula al Bautismo con la Cuaresma como momento favorable para experimentar la Gracia que salva. Los Padres del Concilio Vaticano II exhortaron a todos los Pastores de la Iglesia a utilizar «con mayor abundancia los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal» (Sacrosanctum Concilium, 109). En efecto, desde siempre, la Iglesia asocia la Vigilia Pascual a la celebración del Bautismo: en este Sacramento se realiza el gran misterio por el cual el hombre muere al pecado, participa de la vida nueva en Jesucristo Resucitado y recibe el mismo espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos (cf.Rm 8, 11). Este don gratuito debe ser reavivado en cada uno de nosotros y la Cuaresma nos ofrece un recorrido análogo al catecumenado, que para los cristianos de la Iglesia antigua, así como para los catecúmenos de hoy, es una escuela insustituible de fe y de vida cristiana: viven realmente el Bautismo como un acto decisivo para toda su existencia.
2. Para emprender seriamente el camino hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la Resurrección del Señor —la fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico—, ¿qué puede haber de más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios? Por esto la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la iniciación cristiana: para los catecúmenos, en la perspectiva de recibir el Sacramento del renacimiento, y para quien está bautizado, con vistas a nuevos y decisivos pasos en el seguimiento de Cristo y en la entrega más plena a él.
El primer domingo del itinerario cuaresmal subraya nuestra condición de hombre en esta tierra. La batalla victoriosa contra las tentaciones, que da inicio a la misión de Jesús, es una invitación a tomar conciencia de la propia fragilidad para acoger la Gracia que libera del pecado e infunde nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y vida (cf. Ordo Initiationis Christianae Adultorum, n. 25). Es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha «contra los Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal.
El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor.
La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín.
El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».
Cuando, en el quinto domingo, se proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos frente al misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida… ¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el momento de volver a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.
El recorrido cuaresmal encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en la Gran Vigilia de la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.
3. Nuestro sumergirnos en la muerte y resurrección de Cristo mediante el sacramento del Bautismo, nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de un vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo. En Cristo, Dios se ha revelado como Amor (cf. 1 Jn 4, 7-10). La Cruz de Cristo, la «palabra de la Cruz» manifiesta el poder salvífico de Dios (cf. 1 Co 1, 18), que se da para levantar al hombre y traerle la salvación: amor en su forma más radical (cf. Enc. Deus caritas est, 12). Mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo. El ayuno, que puede tener distintas motivaciones, adquiere para el cristiano un significado profundamente religioso: haciendo más pobre nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del amor; soportando la privación de alguna cosa —y no sólo de lo superfluo— aprendemos a apartar la mirada de nuestro «yo», para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos. Para el cristiano el ayuno no tiene nada de intimista, sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los hombres, y hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo (cf. Mc 12, 31).
En nuestro camino también nos encontramos ante la tentación del tener, de la avidez de dinero, que insidia el primado de Dios en nuestra vida. El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro? La tentación es pensar, como el rico de la parábola: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años… Pero Dios le dijo: «¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma»» (Lc 12, 19-20). La práctica de la limosna nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás, para redescubrir a nuestro Padre bueno y recibir su misericordia.
En todo el período cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular abundancia la Palabra de Dios. Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos una forma preciosa e insustituible de oración, porque la escucha atenta de Dios, que sigue hablando a nuestro corazón, alimenta el camino de fe que iniciamos en el día del Bautismo. La oración nos permite también adquirir una nueva concepción del tiempo: de hecho, sin la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia, simplemente marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene futuro. En la oración encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer que «sus palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna.
En síntesis, el itinerario cuaresmal, en el cual se nos invita a contemplar el Misterio de la cruz, es «hacerme semejante a él en su muerte» (Flp 3, 10), para llevar a cabo una conversión profunda de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo, como san Pablo en el camino de Damasco; orientar con decisión nuestra existencia según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo. El período cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, mediante el encuentro personal con nuestro Redentor y mediante el ayuno, la limosna y la oración, el camino de conversión hacia la Pascua nos lleva a redescubrir nuestro Bautismo. Renovemos en esta Cuaresma la acogida de la Gracia que Dios nos dio en ese momento, para que ilumine y guíe todas nuestras acciones. Lo que el Sacramento significa y realiza estamos llamados a vivirlo cada día siguiendo a Cristo de modo cada vez más generoso y auténtico. Encomendamos nuestro itinerario a la Virgen María, que engendró al Verbo de Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos como ella en la muerte y resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida eterna.
Vaticano, 4 de noviembre de 2010
BENEDICTUS PP XVI
Grandes científicos hablan de Dios
Copérnico, Newton, Ampere, Darwin, Edison, Gauss, Einstein… Grandes científicos de todos los tiempos hacen las siguientes afirmaciones sobre Dios y su fe. Reproducimos a continuación lo que afirmaron sobre Dios las voces autorizadas de la ciencia.
Johannes Kepler (1571-1630), astrónomo: “Dios es grande, grande es su poder, infinita su sabiduría. Alábenle cielos y tierra, sol, luna y estrellas con su propio lenguaje. ¡Mi Señor y mi Creador! La magnificencia de tus obras quisiera yo anunciarla a los hombres en la medida en que mi limitada inteligencia puede comprenderla”.
Nicolás Copérnico (1473-1543), astrónomo: “¿Quién que vive en íntimo contacto con el orden más consumado y la sabiduría divina, no se sentirá estimulado a las aspiraciones más sublimes? ¿Quién no adorará al Arquitecto de todas estas cosas?”.
Isaac Newton (1643-1727), fundador de la física teórica clásica: “Lo que sabemos es una gota, lo que ignoramos un inmenso océano. La admirable disposición y armonía del universo, no ha podido sino salir del plan de un Ser omnisciente y omnipotente”.
Carlos Linneo (1707-1778), fundador de la botánica sistemática: “He visto pasar de cerca la Dios eterno, infinito, omnisciente y omnipotente y me he postrado de hinojos en adoración”.
Alessandro Volta (1745-1827), descubrió las nociones básicas de la electricidad: “Yo confieso la fe santa, apostólica, católica y romana. Doy gracias a Dios que me ha concedido esta fe, en la que tengo el firme propósito de vivir y de morir”.
André-Marie Ampere (1775-1836), descubrió la ley fundamental de la corriente eléctrica: “¡Cuán grande es Dios, y nuestra ciencia una nonada!”.
Augustin Louis Cauchy (1789-1857), insigne matemático: “Soy cristiano, o sea, creo en la divinidad de Cristo, como todos los grandes astrónomos, todos los grandes matemáticos del pasado”.
Carl Friedrich Gauss (1777-1855), uno de los más grandes matemáticos y científicos alemanes: “Cuando suene nuestra última hora, será grande e inefable nuestro gozo al ver a quien en todo nuestro quehacer solo hemos podido vislumbrar”.
Justus von Liebig (1803-1873), célebre químico: “La grandeza e infinita sabiduría del Creador la reconocerá solo el que se esfuerce por extraer sus ideas del gran libro que llamamos la naturaleza”.
Robert Mayer (1814-1878), científico naturalista (Ley de la conservación de la energía): “Acabo mi vida con una convicción que brota de lo más hondo de mi corazón: la verdadera ciencia y la verdadera filosofía no pueden ser otra cosa que una propedéutica de la religión cristiana”.
Pietro Angelo Secchi (1803-1895), célebre astrónomo: “De contemplar el cielo a Dios hay un trecho corto”.
Charles Darwin (1809-1882), naturalista (Teoría de la Evolución): “Jamás he negado la existencia de Dios. Pienso que la teoría de la evolución es totalmente compatible con la fe en Dios. El argumento máximo de la existencia de Dios me parece la imposibilidad de demostrar y comprender que el universo inmenso, sublime sobre toda medida, y el hombre hayan sido frutos del azar”.
Thomas Alva Edison (1847-1931), el inventor más fecundo, 1200 patentes: “Mi máximo respeto y mi máxima admiración a todos los ingenieros, especialmente al mayor de todos ellos: Dios”.
K. L. Schleich (1859-1922), célebre cirujano: “Me hice creyente a mi manera por el microscopio y la observación de la naturaleza, y quiero, en cuanto está a mi alcance, contribuir a la plena concordia entre la ciencia y la religión”.
Guglielmo Marconi (1874-1937), inventor de la telegrafía sin hilos, premio Nobel en 1909: “Lo declaro con orgullo: soy creyente. Creo en el poder de la oración, y creo, no solo como católico, sino también como científico”.
Robert Andrews Millikan (1868-1953), físico, premio Nobel en 1923: “Puedo de mi parte aseverar con toda decisión que la negación de la fe carece de toda base científica. A mi juicio jamás se encontrará una verdadera contradicción entre la fe y la ciencia”.
Arthur Stanley Eddington (1882-1946), astrónomo: “Ninguno de los inventores del ateísmo fue naturalista. Todos ellos fueron filósofos muy mediocres”.
Albert Einstein (1879-1955), fundador de la física contemporánea, premio Nobel en 1921 (Teoría de la Relatividad): “Todo aquel que está seriamente comprometido con el cultivo de la ciencia, llega a convencerse de que en todas las leyes del universo está manifiesto un espíritu infinitamente superior al hombre, y ante el cual, nosotros con nuestros poderes debemos sentirnos humildes”.
Max Plank (1858-1947), fundador de la física cuántica, premio Nobel en 1918: “Nada pues nos lo impide, y el impulso de nuestro conocimiento lo exige… relacionar mutuamente el orden del universo y el Dios de la religión. Dios está para el creyente en el principio de sus discursos, para el físico, en el término de los mismos”.
Erwin Schrödinger (1887-1961), creador de la mecánica ondulatoria, premio Nobel en 1933: “La obra maestra más fina es la hecha por Dios, según los principios de la mecánica cuántica…”.
Howard Hathaway Aiken (1900-1973), matemático e ingeniero: “La moderna física me enseña que la naturaleza no es capaz de ordenarse a sí misma. El universo supone una enorme masa de orden. Por eso requiere una “Causa Primera” grande, que no está sometida a la segunda ley de la transformación de la energía y que por lo mismo, es Sobrenatural”.
Wernher von Braun (1912-1977), ingeniero aeroespacial: “Por encima de todo está la gloria de Dios, que creó el gran universo, que el hombre y la ciencia van escudriñando e investigando día tras día en profunda adoración”.
Charles Hard Townes (1915-), físico, premio Nobel de Física en 1964: “Como religioso, siento la presencia e intervención de un ser Creador que va más allá de mi mismo, pero que siempre está cercano… la inteligencia tuvo algo que ver con la creación de las leyes del universo”.
Allan Sandage (1926-), astrónomo, calculó la velocidad de expansión del universo y la edad del mismo por la observación de estrellas distantes: “Era casi un ateo prácticamente en la niñez. La ciencia fue la que me llevó a la conclusión de que el mundo es mucho más complejo de lo que podemos explicar. El misterio de la existencia solo puedo explicármelo mediante lo Sobrenatural”.
Louis Pasteur (1822-1895), químico. Una tarjeta y una sorpresa: “Un joven universitario viajaba en el mismo asiento del transporte con un venerable anciano que iba rezando su rosario. El joven se atrevió a decirle: “Por qué en vez de rezar el rosario no se dedica a aprender e instruirse un poco más? Yo le puedo enviar algún libro para que se instruya” El anciano le dijo: “Le agradecería que me enviara el libro a esta dirección” y le entregó su tarjeta. En la tarjeta decía: Louis Pasteur, instituto de Ciencias de París. El universitario se quedó avergonzado. Había pretendido darle consejos al más famoso sabio de su tiempo, el inventor de las vacunas, estimado en todo el mundo y devoto del rosario”.
Mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma 2010
El mensaje del Papa para la Cuaresma de este año tiene como tema “La Justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo”, texto tomado del capítulo tercero de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos. El mensaje, fechado el 30 de octubre del 2009, y hecho público hoy, está articulado en cuatro apartados en donde Benedicto XVI, con su pedagogía magistral y como Pastor de la Iglesia Universal, busca que todos los creyentes interioricen el sentido profundo del tiempo penitencial que es la Cuaresma, y entiendan de manera clara el significado de la justicia de Dios, que es modelo para la justicia de los hombres.
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Queridos hermanos y hermanas:
Cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo (cf. Rm 3,21-22).
Justicia: «dare cuique suum»
Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra «justicia», que en el lenguaje común implica «dar a cada uno lo suyo» – «dare cuique suum», según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste «lo suyo» que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia «distributiva» no proporciona al ser humano todo «lo suyo» que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si «la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo… no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios» (De Civitate Dei, XIX, 21).
¿De dónde viene la injusticia?
El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro: «Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre… Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas» (Mc 7,15. 20-21). Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una causa exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene «de fuera», para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar ¬advierte Jesús¬ es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?
Justicia y Sedaqad
En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en el Dios que «levanta del polvo al desvalido» (Sal 113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de la justicia: sedaqad,. En efecto, sedaqad significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en «escuchar el clamor» de su pueblo y «ha bajado para librarle de la mano de los egipcios» (cf. Ex 3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18). Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un «éxodo» más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?
Cristo, justicia de Dios
El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: «Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado… por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).
¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la «propiciación» tenga lugar en la «sangre» de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la «maldición» que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la «bendición» que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada uno no recibe de este modo lo contrario de «lo suyo»? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.
Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo «mío», para darme gratuitamente lo «suyo». Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia «más grande», que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.
Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.
Vaticano, 30 de octubre de 2009
El problema no es el celibato
¿Se puede vivir hoy el celibato? ¿Se puede ofrecer como alternativa de amor a un hombre o a una mujer moderna? ¿Es razonable o es locura hablar del celibato ahora, en el siglo XXI? La respuesta obvia es la siguiente: son centenares de miles las personas que encuentran hoy la felicidad en el celibato cristiano. Es la simple observación de un hecho indiscutible. Pese a todas las advertencias freudianas y a las publicaciones acerca del comportamiento sexual escandaloso, tanto dentro como fuera de la Iglesia, tanto entre sacerdotes como entre personas casadas, hay millares de personas normales que actualmente viven célibes, se sienten interiormente libres y aman con un amor fuerte, valiente, rebelde. Sin embargo, viene bien plantearse las razones por las que surgió el celibato en la Iglesia Católica y cuál es su significado y justificación en el mundo actual.
En primer lugar, cabría aclarar un equívoco. La pregunta: ¿por qué no se casan los curas?, está mal formulada. Lo correcto sería preguntar: ¿por qué la Iglesia no ordena sacerdotes a hombres casados? Porque nunca se casaron los sacerdotes y, si nos atenemos a los datos que brinda el Evangelio, del único que sabemos que estuvo casado es de San Pedro, porque se menciona a su suegra. Los apóstoles abandonaron todo para seguir al Señor y, desde temprano, muchos de los que se consagraban al servicio de la comunidad cristiana lo hacían en estado de virginidad. Hubo también, en esta primera fase de propagación y de desarrollo del cristianismo, todavía en vías de organización y, por decirlo así, de experimentación, hombres casados que fueron sacerdotes, elegidos y ordenados siguiendo la tradición judaica.
Asimismo, en las Iglesias orientales, no se casan los sacerdotes, aunque sí se pueden ordenar legítimamente personas casadas, según su derecho canónico. Pero los obispos, y un buen número de sacerdotes, viven célibes. La diferencia de disciplina se explica por el hecho de que la continencia perfecta no pertenece a la esencia del sacerdocio. Incluso hoy, dentro de la Iglesia Católica Romana hay sacerdotes casados que proceden de la Iglesia Anglicana o de otras confesiones cristianas, en las cuales vivían en matrimonio. Son conversos que han pedido ser admitidos en la Iglesia Católica y esta los acoge en la totalidad de su condición.
Con todo, la Iglesia católica no duda sobre la conveniencia del celibato y su congruencia con las exigencias del orden sagrado. Jesús no promulgó una ley al respecto, pero sí propuso el ideal del celibato para el nuevo sacerdocio que instituía. Ideal que, basándose en la experiencia y en la reflexión, se ha afirmado cada vez más en la Iglesia, como el que mejor corresponde a los consejos que el Señor propuso. No se trata sólo de un hecho jurídico y disciplinar canónico: es la maduración de una conciencia eclesial sobre su oportunidad por razones, no sólo históricas y prácticas, sino también derivadas de la congruencia, captada cada vez mejor, entre el celibato y las exigencias del sacerdocio.
Es una especie de desafío que la Iglesia lanza a la mentalidad, a las tendencias y a las seducciones de este siglo, con una voluntad cada vez más renovada de coherencia y de fidelidad al ideal evangélico. La Iglesia considera que la conciencia de consagración total, madurada a lo largo de los siglos sigue teniendo razón de subsistir y de perfeccionarse cada vez más. No se trata tampoco de una disciplina de orden práctico, para dedicar el tiempo en exclusiva al servicio del culto y a la atención del prójimo. Se trata de un testimonio de vida, de una existencia que, por amor, se juega todo a la carta de Dios.
Impresiona, por otro lado, constatar cómo los tiempos de crisis del celibato coinciden con tiempos de crisis del matrimonio. Son los dos sacramentos de la Iglesia que tienen que ver con la generación de la vida: de la vida humana y de la vida sobrenatural. Actualmente no sólo se ven grietas en el celibato; también el matrimonio como fundamento de la sociedad es cada vez más frágil y el esfuerzo por vivir bien la relación conyugal no es menos pequeño. El matrimonio para los sacerdotes no arregla los problemas. Si se aboliera el celibato pasaríamos, en la práctica, a la separación de matrimonios de sacerdotes y se tendría que lidiar por añadidura, con el nuevo problema que implicarían los curas divorciados. Cuando una fidelidad no es posible, la otra tampoco lo es: una lealtad conduce a otra.
En cualquier caso la elección para que sea válida, ha de ser plenamente libre. Es importante saber que antes de la ordenación el futuro sacerdote, pasa por un período de discernimiento que dura por lo menos ocho años. Al término de los cuales afirma, bajo juramento, que asume el estado clerical – incluyendo el celibato – libremente, es decir, porque le da la gana. A nadie se le impone ni, mucho menos, se le obliga a adoptarlo como forma de vida. El sacerdote vive célibe, desde el principio, por una palabra dada, y se fortalece en la fe y en la oración, la única que puede sostenerlo en su decisión a lo largo de la vida. Lo que sí se reclama es que, una vez asumido, se permanezca fiel al compromiso. Incluso, la puerta está abierta para que, quien no se vea en capacidad de vivirlo, pida la dimisión. Nadie puede ser sometido a sobrellevar una obligación más allá de su fuerza de espíritu o su carácter. Si es incapaz de hacerlo, que se dedique a otra causa. Lo deshonesto es traicionar la palabra dada, engañar a la comunidad religiosa y a los fieles, llevar una doble vida en contra de los principios morales que, en teoría, proclama. Es cuestión de hombría de bien, de lealtad, que es un valor humano apreciable.
Partiría de una premisa equivocada quien aspirara al sacerdocio pensando que, en el fondo, no le interesan las mujeres, o que su preferencia sexual no está del todo definida y que por tanto el celibato no le significaría mayor problema. Condición para la ordenación de un sacerdote es ser hombre viril, en todo el sentido de la palabra. Virilidad que se traduce en madurez afectiva y plena salud en el funcionamiento de sus órganos sexuales. El sacerdocio no es refugio de débiles emocionales, ni lugar para encubrir pervertidos sexuales, ni para quienes tienen problemas a la hora de definir su identidad.
Lo que sorprende es la insistencia en que la Iglesia, debería suprimir la imposición del celibato sacerdotal. Es una conclusión equivocada. En primer lugar, porque la Iglesia no impone el celibato a nadie. Hacerlo sería un ultraje al derecho natural. Cada persona es libre de elegir su propio estado de vida y sólo tiene que responder ante Dios de su elección. Otra cosa es que la Iglesia contemple, en su sabiduría, entre las señales de vocación sacerdotal, la previa recepción del don del celibato. El celibato, que tantos sacerdotes amamos y que constituye una fuente de felicidad, no es una carga, sino un don de Dios, que lleva anejas las gracias para ser vivido con altura y generosidad. Estamos aquí ante un nuevo orden de ideas: el sobrenatural y esto es lo que, quizás, muchos no logran entender.
Otro equívoco es la relación que se quiere establecer entre el celibato y los desahogos de carácter sexual, incluso aberrante. El problema no es el celibato, sino la infidelidad. Y esto afecto tanto a sacerdotes como a personas casadas. El día que los paparazzi persigan a los maridos infieles para mostrar sus debilidades, quizás no tendrían noticieros y periódicos otro tema qué tratar. Y esto, dicho con dolor, porque la lealtad y la fidelidad son virtudes humanas, necesarias en toda sociedad civilizada. Ante los casos recientes cabría decir, con todo respeto, que una persona que se niega a cumplir obligaciones asumidas libremente, está haciendo traición a su conciencia y a su hombría de bien. Y hace mejor si pide honestamente la dimisión a su ministerio, aunque el carácter sacerdotal, nunca lo perderá. Quienes critican el celibato y piden a gritos que la Iglesia se adapte a los supuestos dictados de la historia, no lo hacen por amor a la Institución sino por ignorancia de las cosas del espíritu y del servicio a Dios. Pero la Iglesia, no puede ser sujeto de modificaciones basadas en las veleidades de unos pocos. Y no se puede señalar a la Iglesia como la culpable de sus debilidades. Ni se le debe reclamar que ofrezca una disciplina Light para acomodarla a las flaquezas humanas o mundanas.
Autor
Javier Abad Gómez
javier.abad.gomez@gmail.com
Para entender el celibato sacerdotal
En la Iglesia Latina, los sacerdotes y ministros ordenados, a excepción de los diáconos permanentes, «son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato «por el Reino de los cielos» (Mt 19,12)» (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1579). En efecto, todos los sacerdotes «están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos, y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato» (Código de Derecho Canónico c. 277).
Don de Dios
Este celibato sacerdotal es un «don peculiar de Dios» (Código de Derecho Canónico c. 277), que es parte del don de la vocación y que capacita a quien lo recibe para la misión particular que se le confía. Por ser don tiene la doble dimensión de elección y de capacidad para responder a ella. Conlleva también el compromiso de vivir en fidelidad al mismo don.
Que capacita para la misión
El celibato permite al ministro sagrado «unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres» (Código de Derecho Canónico c. 277). En efecto, como sugiere San Pablo(1Cor 7,32-34) y lo confirma el sentido común, un hombre no puede entregarse de manera tan plena e indivisa a las cosas de Dios y al servicio de los demás hombres si tiene al mismo tiempo una familia por la cual preocuparse y de la cual es responsable.
Opción por un amor más pleno
Queda claro por lo anterior que el celibato no es una renuncia al amor o al compromiso, cuanto una opción por un amor más universal y por un compromiso más pleno e integral en el servicio de Dios y de los hermanos.
Signo escatológico de la vida nueva
El celibato es un también un «signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia» (Catecismo de la Iglesia Católica n. 1579) y que él ya vive de una manera particular en su consagración. El sacerdote, en la aceptación y vivencia alegre de su celibato, anuncia el Reino de Dios al que estamos llamados todos y del que ya participamos de alguna manera en la Iglesia.
El celibato sacerdotal se apoya en el celibato de Cristo
El celibato practicado por los sacerdotes encuentra un modelo y un apoyo en el celibato de Cristo, Sumo Pontífice y Sacerdote Eterno, de cuyo sacerdocio es participación el sacerdocio ministerial.
El origen del celibato es primordialmente espiritual
En un artículo publicado en L’Osservatore Romano, Stefan Heid, Profesor de Liturgia y Hagiografía en el Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana, precisó que en «su sustancia y origen el celibato es una decisión espiritual» que «requiere una fuerza interior».
Al referirse al origen del celibato en la Iglesia, el experto señala que las primeras grandes decisiones pastorales de los Papas, documentadas a partir del siglo IV, tenían que ver «con el celibato del clero. Esta, sin embargo, no era la primera vez que se hablaba de una disciplina célibe obligatoria y se reflexionaba sobre su significado y origen. Los Pontífice consideraban que el celibato era una tradición apostólica: el celibato venía entonces del periodo de los Apóstoles, del primer siglo».
Luego de comentar que en la Iglesia primitiva es cierto que habían algunos sacerdotes casados, Heid se cuestiona: ¿cómo se llega a la continencia en la vida de los clérigos? y responde: «De la vida de Jesús no se puede retirar la continencia, como no se puede eliminar los milagros o los exorcismos. Cuando Jesús hablaba de los eunucos a causa del Reino de los cielos, este discurso era entendido como de continencia perfecta por todo el grupo de discípulos, independientemente del hecho que los Apóstoles fueran casados o no».
«El estilo de vida apostólica: pobreza, continencia, misión; no eran sino la modalidad de vida del Señor y producía una fuerte fascinación en la Iglesia pascual y ha llegado a ser, por ella, el principio vital carismático. Esto constituía al mismo tiempo, también la raíz de la continencia de los clérigos que, al menos al inicio, no era una ‘disciplina’ pero correspondía a la alta exigencia moral y religiosa de los cristianos. En tal ámbito juega su rol también el aspecto sacerdotal. Es experiencia religiosa primitiva de la humanidad que la continencia sexual es una exigencia de temor religioso», continuó.
Seguidamente Heid precisó que «el celibato tiene una dimensión espiritual eminente, trasciende por mucho la cuestión disciplinar. Así ciertamente, según el juicio de la Iglesia primitiva, el celibato eclesiástico tiene una relevancia dogmática».
«Cuando los Padres de la Iglesia afirman, implícita o explícitamente la apostolicidad, en concordancia con la Escritura y la irrenunciabilidad de la continencia de los clérigos, entonces según la terminología hodierna (sostenida también por ejemplo por Karl Rahner), califican la continencia como de derecho divino», agrega.
Malos ejemplos no invalidan el celibato sacerdotal
El Obispo de Posadas, Mons. Juan Rubén Martínez, explicó que no se puede reducir el celibato a una «mera imposición de la Iglesia» y precisó que «los malos ejemplos y aun nuestras propias limitaciones no invalidan el aporte de tantos que antes y actualmente dan su vida por los demás».
Mons. Martínez precisó que «desde una visión materialista que ‘sólo’ comprende al hombre desde lo fisiológico e instintivamente, difícilmente se puedan entender estos valores como un ‘don de Dios’, como un regalo e instrumento de servicio a la humanidad y al bien común»; y reconoció que «desde una antropología materialista por supuesto el matrimonio monogámico y el celibato serán considerados como algo antinatural».
Sin embargo, advirtió que «reducir el celibato a una mera imposición de la Iglesia es de hecho una falta de respeto a la inteligencia y al mismo Cristo que era el ‘sumo y eterno sacerdote’, ‘célibe’, que dio su vida por todos nosotros y que Él mismo recomendó; a los textos bíblicos que tienen una profunda valoración al celibato y a la castidad por el Reino de los cielos; y a los Padres de la Iglesia, doctores y pastores desde el inicio apostólico y hasta el presente».
El Prelado indicó que «el unir el celibato y el sacerdocio ministerial es una opción por una mayor radicalidad evangélica hecha por la Iglesia desde su potestad y respaldada por la Palabra de Dios y el testimonio de los santos y tantos hombres y mujeres que a lo largo de la historia desde este don, y aun desde sus fragilidades trataron y tratan de donarlo todo en exclusividad a Dios y a su pueblo. Los malos ejemplos y aun nuestras propias limitaciones no invalidan el aporte de tantos que antes y actualmente dan su vida por los demás».
Recordó que el Papa Benedicto XVI en su mensaje para la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, dice que «una vez más, Jesús es el modelo ejemplar de adhesión total y confiada a la voluntad del Padre, al que toda persona consagrada ha de mirar. Atraído por Él, desde los primeros siglos del cristianismo, muchos hombres y mujeres han abandonado familia, posesiones, riquezas materiales y todo lo que es humanamente deseable, para seguir generosamente a Cristo y vivir sin ataduras su Evangelio, que se ha convertido para ellos en escuela de santidad radical».
El Obispo sostuvo que «desde una comprensión correcta de la persona humana, también se puede entender que la sexualidad es un vehículo que no solo hace a la generosidad, sino que puede instrumentar la donación de la propia vida en el amor a los demás. En definitiva, porque la persona está hecha para el amor y donándose es en donde se plenifica».
Por último, Mons. Martínez alentó a rezar por las vocaciones sacerdotales y religiosas, con «la confianza en la iniciativa de Dios y la respuesta humana», y agradeció a Dios porque «Él sigue obrando el llamado y la respuesta de muchos jóvenes a consagrase a Dios y a sus hermanos. Responden al llamado porque creen en el amor».
El celibato es una provocación al mundo superficial
Manfred Lütz, psiquiatra consultor de la Congregación del Clero de la Santa Sede, responde en un extenso e interesante artículo a quienes consideran que la vivencia del celibato no es «natural» y explica cómo esta opción de los sacerdotes y religiosos no solo es necesaria para la vivencia plena de su vocación, la dirección espiritual, y es una «provocación» al mundo superficial que no cree en la vida después de la muerte.
En un artículo publicado en L’Osservatore Romano, el experto comenta que «el celibato es una provocación. En un mundo que ya no cree en una vida después de la muerte, esta forma de vida representa una protesta permanente contra la superficialidad colectiva. El celibato es el mensaje vivido que anuncia que el mundo terreno, con sus alegrías y dolores, no lo es todo».
«Sin una pizca de duda –continúa el psiquiatra– si con la muerte terminase todo, el celibato sería una idiotez. ¿Por qué renunciar al amor íntimo de una mujer, por qué renunciar al encuentro profundo con los hijos, por qué renunciar a la sexualidad? Solo si la vida terrena es una parte que encontrará en la eternidad su cumplimiento, entonces el celibato, como forma de vida, puede dar luces a esta vida. Solo así esta forma de vida anuncia en voz alta una vida de plenitud, que fue ya intuida por hombres de muchas épocas, cuya realidad se ha hecho visible a todos los hombres solo a través de Jesucristo, en particular a través de su muerte y Resurrección milagrosa».
Tras hacer un breve recorrido del celibato en la Iglesia y cómo a través de los tiempos siempre ha sido estimado como de gran valor por los creyentes, pese a algunas crisis en las que fue cuestionado como la del siglo XIX en Friburgo, Alemania, el consultor de la Congregación del Clero destaca como «quien no logra renunciar al ejercicio de la sexualidad no está en capacidad» tampoco «de unirse en vínculo matrimonial».
Para Manfred Lütz la manera de ver la sexualidad que ve a la mujer «como objeto de satisfacción de un impulso personal, tiene un rol clave en la crítica del celibato». Explicando esta manera de aproximarse a este tema, el psiquiatra comenta que incluso los esposos en ocasiones no pueden ejercer su «sexualidad genital plenamente, por ejemplo a causa de una enfermedad temporal o por una discapacidad permanente. En esos casos, una relación de pareja verdaderamente profunda no es destruida por esto, sino que es enriquecida. Del mismo modo el asunto del celibato no debe concentrarse solo en el asunto de la sexualidad genital, sino que debe verse el celibato como una forma de relación determinada, que permite una relación profunda con Dios y una fecunda relación con las personas confiadas a la cura personal del sacerdote».
El experto psiquiatra indica además que «no es cierto lo que se escucha a menudo sobre que una guía espiritual para casados sería mejor si fuera dado por esposos. Una guía así corre siempre el riesgo de revivir inconscientemente las experiencias del propio matrimonio y de transformar las propias emociones en acciones, sin reflexionar, por un mecanismo psicológico».
«Por ello –prosigue– necesita solidamente de un monitoreo, para impedir que esto suceda. Al contrario, una buena guía espiritual tiene considerables experiencias existenciales con muchas parejas casadas. Y así se puede llegar a los casos más difíciles. Esto explica, por ejemplo, la sorprendente fecundidad de los escritos sobre el matrimonio de aquel gran pastor de almas que fue el Siervo de Dios Juan Pablo II».
Finalmente y tras explicar que el celibato no es para los narcisistas que buscan siempre que todo gire sobre sí mismos, Lütz recuerda que el sacerdote «debe sobre todo interesarse por los otos seres humanos y sus miserias, debe olvidarse de él, y debe hacer visible, detrás de sus palabras, el esplendor de Dios antes que sus propias miserias».
El trabajo bien hecho y las cosas pequeñas
Un principio normativo fundamental que debe caracterizar la educación en la fe, es el siguiente: El trabajo bien hecho es factor de perfeccionamiento personal y de servicio a la sociedad. Para lograrlo es preciso cuidar siempre con esmero los detalles pequeños. En su unión está la clave: sólo un trabajo en el que se cuidan los detalles pequeños estará bien hecho. Y sólo un trabajo bien hecho, en el que se respeta y se busca la unidad de vida, es camino hacia la madurez.
El trabajo es una dimensión fundamental de la persona, inscrito en la naturaleza humana con tal profundidad que no se pueden concebir separados: el hombre hace el trabajo y el trabajo hace al hombre. Como el vuelo es para las aves, es el trabajo para el ser humano.
El trabajo es un bien del hombre. Y es no sólo un bien útil o para disfrutar, sino un bien digno, es decir que corresponde a la dignidad del hombre, que expresa esta dignidad y la aumenta. Mediante el trabajo el hombre no solamente transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido, se hace más hombre 325.
El trabajo es una actividad que sólo corresponde al ser humano: no a los animales, ni a las máquinas. Si de estos, sin razón, se dice que trabajan, es en sentido figurado: en cuanto están al servicio del trabajo humano. El trabajo es actividad creadora, que lleva siempre a un fin; debido a su intencionalidad decimos que sólo el hombre o la mujer trabajan. Todo trabajo, aún el más humilde, incluye la presencia del espíritu, de la inteligencia y de la voluntad humanas. Es una manifestación de la actividad libre del hombre que se dirige a su fin, precisamente a través y por medio de su trabajo.
La importancia de los detalles
El trabajo bien hecho reclama, como algo indispensable, el cuidado de las cosas pequeñas, de los detalles. En realidad no se puede pensar en una obra grande, sino se fundamenta en los detalles menudos.
¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de grandeza imponente? Un ladri1lo, y otro. Miles. Pero, uno a uno. Y sacos de cemento, uno a uno. Y sillares, que suponen poco, ante la mole del conjunto. Y trozos de hierro. Y obreros que trabajan, día a día, las mismas horas… ¿Viste cómo alzaron aquel edificio de grandeza imponente?… ¡A fuerza de cosas pequeñas! 326
Todo hombre debe trabajar, porque con ello se afirma en la vida y se afianza el sentido de su dignidad: todo trabajo es digno y todo trabajo dignifica a quien lo realiza. Pero hace falta que se realice bien y que contribuya al mejoramiento propio, y al de su familia y al de la sociedad. Sólo un trabajo bien hecho, acabado hasta el detalle, es cauce de perfección humana. Por esto el trabajo es actividad educativa, tarea que contribuye directamente a la madurez y, a su vez, la manifiesta. Para que esto sea así, debe tratarse siempre de un trabajo que sea reflejo de la libertad humana, de su inteligencia y de su voluntad.
Que ponga en juego los mejores valores de la naturaleza humana. Cuanto más elevados sean esos valores, más ennoblecen a la persona y a la misma obra realizada.
Cualquier oficio se vuelve Filosofía, se vuelve Arte, Poesía, Invención, cuando el trabajador le da su vida, cuando no permite que ésta se parta en dos mitades: una mitad para el ideal y la otra, para el menester cotidiano, sino que se convierte en una misma cosa en unidad de vida 327.
Cuando el hombre, a pesar de la dureza y del esfuerzo, no desvincula su quehacer cotidiano de la totalidad de su ser, de su unidad de vida, encuentra en el trabajo un medio de realización personal y de plasmación de todas sus capacidades. No es, pues, el trabajo un simple medio de vida: es mucho más. Es una forma de expresar nuestra presencia en el mundo, nuestro modo de enfrentarnos a la existencia; es un reflejo de la manera de ser, de la estructura mental y moral de cada uno.
El hombre y la mujer llevan al trabajo lo que son y lo que tienen: sus sentimientos, sus pasiones, sus amores, sus sueños e ilusiones. En el trabajo se empeña la inteligencia, con todo el desarrollo alcanzado por el pensamiento y por los ideales humanos; la voluntad, con la fuerza de un querer ser cada vez mejor; el corazón, cuando lo realiza con amor y por amor. En una palabra, toda la personalidad.
En la medida en que el hombre procure realizar bien su trabajo, con perfección tanto moral como técnica, no sólo la obra, sino también quien la realiza, quedará enriquecido. Comprendiendo que difícilmente se puede hablar de perfección moral ética, sobrenatural si no está unida a la técnica. Un trabajo voluntariamente imperfecto, desganado, inacabado, no sólo queda mal hecho, sino que hace daño a quien así lo cumple.
De Cristo se dice en la Sagrada Escritura, como uno de los mayores elogios:
“Todo lo hizo bien” 328. No sólo los grandes prodigios y milagros, sino las cosas menudas, cotidianas que a nadie deslumbraron pero que fueron realizadas con la fuerza y la delicadeza de su Amor. Y esto hace referencia, también, a sus años de infancia y juventud, cuando lo que hizo estaba relacionado con su trabajo en el taller de José, en su oficio de artesano.
Para Él, la obra bien hecha no sólo era consecuencia de su perfección divina, sino también característica de su perfecta humanidad. Y la perfección que Él nos pide significa, ni más ni menos, que seamos cuidadosos en los pequeños detalles del trabajo diario, por amor. Lo importante no es la obra en sí misma, sino el modo de hacerla, el amor que la inspira. En el Antiguo Testamento, entre las indicaciones dadas por Yahvé sobre los sacrificios, dice: “Ha de ser sin tacha, buey, cordero o cabrito. Si tuviere defecto, no lo ofreceréis: no sería aceptable” 329. Que la ofrenda sea grande, mediana o pequeña, de acuerdo con la capacidad del oferente; pero perfecta en el detalle, en el afecto y sin resquicios de egoísmo.
No dejar cosas a medias
La madurez de una obra hecha en unidad de vida requiere de cada uno que trabaje bien, que sea competente en su profesión, que no deje las cosas a medias, ni llenas de remiendos. Un trabajo en el que se pone intensidad y orden, ciencia y competencia, acabado hasta el último detalle, sin tacha y sin errores, en el que no quedan rincones sin terminar. Trabajo serio, que no sólo parezca bueno, sino que lo sea realmente. No importa si es manual o intelectual, de ejecución o de organización, que lo vean otros o no. Un oficio o profesión, una tarea cualquiera, realizada de este modo, dignifica a quien la realiza, lo mejora, lo perfecciona, lo conduce a la madurez.
Refiriéndose al trabajo bien hecho, como medio de perfección humana y sobrenatural, san Josemaría Escrivá comenta en uno de sus libros:
“A veces, nuestras caminatas (con algunos estudiantes) llegaban al monasterio de las Huelgas, y en otras ocasiones nos escapábamos a la Catedral. Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En esas charlas les hacía notar que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y, para materializar lo que con repetida frecuencia les había explicado, les comentaba: ¡Esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor la vocación profesional? Haz tu lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos330”.
Sólo la obra bien hecha contribuye a la madurez humana
No puede entenderse como trabajo eficaz el que solamente logra objetivos económicos; para que sea camino de madurez, debe alcanzar, además, un efectivo mejoramiento de quien lo realiza. Lo mismo que el de quienes trabajan con él o para él; y, como lógica consecuencia, mejora o perfecciona los objetos que salen de manos o de su inteligencia.
Quien trabaja con madurez, lo hace independientemente del estado de ánimo o del entusiasmo; trabaja con sentido del deber, por compromiso; es constante, sin dejarse desanimar por las contrariedades; sabe ver en las contradicciones una oportunidad de superarse a sí mismo. Estudia e investiga, sin contentarse con lo que ya conoce: no se aburguesa. Busca siempre lo mejor lo más perfecto en su tarea, sin contentarse con el mínimo indispensable. En una palabra, cuida las cosas pequeñas.
Asombra pensar que la máxima demostración de amor, la mejor expresión de un trabajo bien hecho, está precisamente en lo que muchos califican como insignificante: las cosas pequeñas. Esas que se aprecian sólo con una mirada limpia que sabe percibirlas con amor.
Dice la filosofía que para que haya virtud hay que atender a dos cosas: a lo que se hace y al modo de hacerlo331. Una tarea sólo resulta grata tanto para quien la realiza como para quien la recibe cuando está hecha con la mayor perfección que le sea posible a su autor. No basta digámoslo una vez más que lo que se haga sea bueno: se requiere, además, que esté lo más perfectamente cumplido, pulido hasta el detalle, finamente acabado. Una obra cabal exige que esté bien terminada y esto es siempre cuestión de detalle: detalle es la cincelada, la pincelada, el retoque final que hace, de un buen trabajo, una obra maestra.
La perfección de la obra perfecciona a su autor
Cuidar lo pequeño es garantía para cosas mayores. Se dice que el peor enemigo de la roca no es el pico que trata de romperla: es la débil raíz o el agua que, gota a gota, día a día, año tras año, se introduce en la pequeñas grietas hasta perforarla y romperla.
Una casa no se hunde por un impulso momentáneo (…). En ocasiones es la prolongada desidia de sus moradores lo que motiva la penetración del agua. Al principio se infiltra gota a gota y va insensiblemente carcomiendo el maderaje y pudriendo el armazón. Con el tiempo el pequeño orificio va tomando mayores proporciones, originándose grietas y desplomes considerables. Al final, la lluvia penetra a torrentes 337.
Se explican las palabras del Evangelio: “El que violare uno de estos mandamientos, por mínimos que parezcan y enseñare a los hombres a hacer lo mismo, será tenido por el más pequeño en el reino de los cielos; pero el que los guardare y enseñare, ése será tenido por grande en el reino de los cielos”338.
Acabar bien lo que se realiza significa casi siempre estar pendiente del detalle. Exige esfuerzo y sacrificio. No empequeñece sino que engrandece a quien lo realiza porque al perfeccionarse la obra se perfecciona su autor. En cambio, acabar mal las cosas empobrece a la persona. En lo diminuto se percibe mejor la grandeza de una persona.
Es propio de espíritus mezquinos ver en las cosas menudas sólo su pequeñez: son los que valoran más la veleta dorada que corona el edificio, que la roca escondida en los cimientos. En cambio es propio de seres magnánimos, ver las consecuencias grandes de cuidar lo poco, lo sencillo, lo pequeño, lo escondido y silencioso. Son tan importantes las cosas pequeñas y son tan grandes las consecuencias de descuidarlas que habría que decir: ‘no existen las cosas pequeñas’. Sólo el trabajo acabado con amor merece el reconocimiento que se menciona en la Sagrada Escritura: Mejor es el fin de la obra que su principio339. La perseverancia es la fidelidad diaria en lo pequeño.
Cuando se piensa en la santidad, a la que todo cristiano está llamado, con frecuencia se hace referencia a los acontecimientos notables que causan admiración y no se repara en todo lo que hay detrás de ellos, que suele ser, precisamente, lo valioso. En la vida de la Virgen María se percibe con claridad que su grandeza fue haber vivido lo pequeño con amor.
“No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la Tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios! Porque eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido. María, Nuestra Madre, es para nosotros ejemplo y camino. Hemos de procurar ser como Ella, en las circunstancias concretas en las que Dios ha querido que vivamos” 340.
Notas
324 Quien quiera ampliar sobre este tema, puede encontrar buen material en el ensayo Voluntad y Trabajo, de María del Carmen Illueca, publicado en el libro Dimensiones de la voluntad, Edit. Dossat, Madrid, pp. 145-199. Algunas de las ideas del presente capítulo, son tomadas de dicho texto.
325 Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 9.
326 Camino, n. 823.
327 Eugenio D’Ors, Aprendizaje y heroísmo, Edit. Universidad de Navarra (EUNSA),
p. 23.
328 Marcos 7, 37.
329 Levítico, 22, 19-20. Amigos de Dios, n. 65.
331 Tomás de Aquino, Quodl. IV, a. 19.
332 San Agustín, De Doctr. Christ. 14, 35.
333 Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontifica de Ciencias, 12-111-1999.
334 Lucas, 16, 10.
335 Eclesiastés, 19, 1.
336 Mateo 25, 21.
337 Casiano, Colaciones, 6.
338 Mateo, 5, 19.
339 Eclesiástico, 7, 9.
340 Es Cristo que pasa, n. 148.
Tomado del libro: » El valor de la Fe», del P. Javier Abad Gómez
¿Por qué el domingo?
“Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no podemos vivir: así respondieron en el año 304 algunos cristianos de Abitina, en la actual Túnez, cuando, sorprendidos en la celebración eucarística dominical, que estaba prohibida, fueron conducidos ante el juez y se les preguntó por qué habían celebrado en domingo la función religiosa cristiana, sabiendo que esto se castigaba con la muerte”. Con estas palabras comenzaba el Papa su homilía, el pasado 9 de septiembre de 2007, en la Catedral de San Esteban de Viena. Por lo demás, el ejemplo de estos mártires ha sido repetidamente utilizado por Benedicto XVI para subrayar la importancia de la Eucaristía dominical. ¿Por qué en nuestros días algunos católicos dejan de ir a Misa el domingo como si fuera algo que no va con ellos? ¿Ha dejado de ser el domingo el “Día del Señor”?
Parece ser que, cuanto más se alarga el fin de semana, hay menos tiempo para Dios. La complejidad de la vida moderna ciertamente puede dificultar santificación de las fiestas; no sólo la asistencia a la Misa de precepto sino el descanso mismo, como las demás actividades que son propias de un día santo. Cuando se pregunta a los niños que acaban de hacer la primera Comunión por las dificultades que tienen para ir a Misa el domingo, a veces responden que sus padres no les llevan. Pero hay otra respuesta más frecuente y quizás más preocupante: “no he tenido” o “no hemos tenido tiempo”. Luego, sigue la descripción de las múltiples actividades sábado fui a un cumpleaños, el domingo por la mañana tenía partido y por la tarde tenía que hacer los deberes… esta es una posibilidad entre otras muchas. Habría que preguntarse entonces: ¿qué se enseña en las catequesis? Y, sobre todo, ¿qué hacen los padres cristianos para que domingo sea lo que debe ser?
Falta tiempo para Dios. Es significativo el diálogo que guió a la catequesis de primera Comunión que Benedicto XVI impartió a más de cien mil niños el 15 de octubre 2005, con motivo del Año de la Eucaristía. Una niña le dijo: —Santidad, todos nos dicen que es importante ir a Misa el domingo. Nosotros iríamos con mucho gusto, pero, a menudo, nuestros padres no nos acompañan porque el domingo duermen… Nosotros vamos con frecuencia fuera de la ciudad a visitar a los abuelos. ¿Puedes decirles una palabra para que entiendan que es importante que vayamos juntos a Misa los domingos?
El Papa respondió: Creo que sí, naturalmente con gran amor, con gran respeto por los padres que, ciertamente, tiene muchas cosas que hacer. Sin embargo, con el respeto y amor de una hija, se puede decir: querida mamá, querido papá, sería muy importante para todos nosotros, también para ti, encontrarnos con Jesús. Esto nos enriquece, trae un elemento importante a nuestra vida. Juntos podemos encontrar un poco de tiempo, podemos encontrar una posibilidad. Quizá también donde vive la abuela se pueda encontrar esta posibilidad. En una palabra, con gran amor respeto, a los padres les diría: Comprended que esto es sólo importante para mí, que no lo dicen sólo los catequistas; es importante para todos nosotros; y será a luz del domingo para toda nuestra familia.
Recuperar la importancia del domingo
Parece que han cambiado mucho las cosas desde los tiempos en que los cristianos estaban dispuestos a jugarse la vida para asistir a la Eucaristía, a los nuestros en que ponemos tantas otras cosas por delante. Y, sin embargo, sigue siendo igual de necesaria que entonces. Tampoco nosotros podemos vivir sin ella. Por eso, Juan Pablo II dedicó una extensa Carta Apostólica titulada Dies Domini a recuperar la importancia de la santificación del domingo. Ahí escribe, a la vista de las nuevas situaciones socioeconómicas y culturales: Parece necesario más que nunca recuperar las motivaciones doctrinales profundas que son la base del precepto eclesial, para que todos los fieles vean muy claro el valor irrenunciable del domingo en la vida cristiana (n. 6). Porque advierte cuando el domingo pierde el significado originario y se reduce a un puro “fin de semana, puede suceder que el hombre quede encerrado en un horizonte tan restringido que no le permite ya ver el cielo (.4)
Precepto de ley: El domingo es la fiesta cristiana por excelencia. Desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, los cristianos dedicado este día a Dios, especialmente con la participación en la Santa Misa. Al asistir a la celebración eucarística cumplimos el precepto natural de dar culto a Dios, que tiene todo hombre, sea o no cristiano. Para los que creen en la divina revelación, este precepto natural está explicitado en el tercer mandamiento Decálogo: Guardarás el día del sábado para santificarlo (Deuteronomio 5, 12).
La Obligatoriedad del mandamiento TIENE SU ORIGEN EN EL MISMO Dios: El precepto del sábado, que e la primera Alianza prepara el domingo de la nueva y eterna Alianza, se basa en la profundidad del designio de Dios. Precisamente por esto el sábado no se coloca junto a los ordenamientos meramente culturales, como sucede con tantos otros preceptos, sino dentro del Decálogo, las “diez palabras” que delimitan los fundamentos de la vida moral inscrita en el corazón de cada hombre (Dies Domini, 13). No es, pues, la Iglesia quien impone la obligación de dar culto a Dios. Lo único que hace es concretar para todos los católicos cómo y cuando realizarlo. El precepto de la Misa dominical se basa en serias y profundas razones, algunas de las cuales se exponen seguidamente.
Un poco de historia
Desde los orígenes de la Iglesia, es de suponer que siempre existió un cierto número de cristianos que no participaban en la eucaristía dominical por pura indolencia. Este número aumentó considerablemente cuando, tras la paz de Constantino, se convirtieron al cristianismo masas enteras sin la necesaria preparación y sin una fe probada. En el siglo IV algunos Padres se lamentan de la tibieza de muchos cristianos que faltaban a la Misa dominical por cualquier motivo; y alertaban en su predicación del grave peligro de condenación al que se exponían los que faltaban habitualmente a la Eucaristía.
Poco a poco se fue afianzando la idea de la obligación moral de participar en la celebración eucarística. Ya el concilio de Elvira (hacia el año 300) prohíbe la Comunión durante algún tiempo a quienes falten a Misa tres domingos seguidos. San Máximo de Turín (+423) es el primer obispo de occidente que considera ofensa a Dios faltar a la Misa dominical; y San Cesáreo de Arlés (+542) la juzga como pecado grave. El concilio de Agde promulgó en el año 506 la primera ley eclesiástica sobre la obligación grave de asistir el domingo a la Eucaristía. Este concilio, junto con el de Orleans (año 511) y los Statuta Ecclesiae Antiqua, serían la base de la legislación posterior, a través de su inclusión en diversas colecciones canónicas y en el Decreto de Graciano.
¿Por qué la misa? A veces se oye decir a algunos católicos que la Misa no les dice nada. Estarían dispuestos a cambiar la asistencia a la Eucaristía dominical por otro acto piadoso que “sintiesen” más, o por alguna obra de caridad. ¿Por qué hemos de dar culto a Dios asistiendo a la Santa Misa? Cabe apuntar, de modo esquemático, algunas razones:
— En la Santa Misa se vuelve a hacer presente el Sacrificio de Jesucristo en el Calvario, en el que ofrece su vida por nosotros. Por tanto, supera con creces cualquier obra buena que nosotros podamos hacer, aun en el caso de que pongamos en ella mucho sentimiento o represente mucho para nosotros. Una sola Misa vale mucho más que todas las oraciones y sacrificios juntos de todos los santos a lo largo de toda la historia. La razón es que se trata de una acción divina.
— El Concilio Vaticano II enseña que la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana Lumen gentium, 11); y que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia (Presbyterorum ordinis, 5). También Juan Pablo II comenzaba su última encíclica con estas significativas palabras: La Iglesia vive de la Eucaristía. Es decir, la Eucaristía “construye” la Iglesia; y ésta depende totalmente de la fuerza que recibe de la presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento.
— Cuando Jesucristo instituyó la Eucaristía en la Ultima Cena, les dijo a los Apóstoles: Haced esto en memoria mía (Lucas 22, 19). Cada vez que la comunidad cristiana se reúne para celebrar la Eucaristía, anuncia la muerte y la resurrección del Señor.
El domingo, día de crecimiento humano y espiritual
Grande es ciertamente la riqueza espiritual y pastoral del domingo, tal como la tradición nos lo ha transmitido. El domingo (…) es como una síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirla bien. Se comprende, pues, por qué la observancia del día del Señor signifique tanto para la Iglesia y sea una verdadera y precisa obligación dentro de la disciplina eclesial. Sin embargo, esta observancia, antes que un precepto, debe sentirse como una exigencia inscrita profundamente en la existencia cristiana.
Es de importancia capital que cada fiel esté convencido de que no puede vivir su fe, con la participación plena en la vida de la comunidad cristiana, sin tomar parte regularmente en la asamblea eucarística dominical. Si en la Eucaristía se realiza la plenitud de culto que los hombres deben a Dios y que no se puede comparar con ninguna otra experiencia religiosa, esto se manifiesta con eficacia particular precisamente en la reunión dominical de toda la comunidad, obediente a ‘la voz del Resucitado, que la convoca para darle la luz de su Palabra y alimento de su Cuerpo como fuente sacramental perenne de redención. La gracia que mana de esta fuente renueva a los hombres, la vida y la historia (JUAN PABLO II: Dies Domini, n. 81).
En la palabra dominicum/dominico se encuentran entrelazados indisolublemente dos significados, cuya unidad debemos aprender de nuevo a percibir. Está ante todo el don del Señor. Este don es El mismo, el Resucitado, cuyo contacto y cercanía los cristianos necesitan para ser de verdad cristianos. Sin embargo, no se trata sólo de un contacto espiritual, interno, subjetivo: el encuentro con el Señor se inscribe en el tiempo a través de un día preciso. Y de esta manera se inscribe en nuestra existencia concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad. Da un centro, un orden interior a nuestro tiempo y, por tanto, a nuestra vida en su conjunto. Para aquellos cristianos [los mártires de Abitina] la celebración eucarística dominical no era un precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida, la vida misma queda vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la vida misma su fundamento, su dignidad interior y su belleza. (…)
Sin el Señor y el día que le pertenece no se realiza una vida plena. En nuestras sociedades occidentales el domingo se ha transformado en un fin de semana, en tiempo libre. Ciertamente, el tiempo libre, especialmente con la prisa del mundo moderno, es algo bello y necesario, como lo sabemos todos. Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del que provenga una orientación para el conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos fortalece ni nos recrea. El tiempo libre necesita un centro: el encuentro con Aquel que es nuestro origen y nuestra meta. Migran predecesor en la sede episcopal de Munich y Freising, el cardenal Faulhaber, lo expresó en cierta ocasión de la siguiente manera: “Da al alma su domingo, da al domingo su alma” (BENEDICTO XVI: Homilía, 9-IX-2007).
Según relato del Génesis
¿Por qué el domingo? Su precedente es la celebración del sábado manda santificar el sábado que, según el relato del Génesis, es el día en que Yahvé descansó del trabajo creador. Por eso el tercer precepto del Decálogo obliga también al descanso. Pero el descanso —que es necesario— está en función de la santificación, como queda de manifiesto en el texto sagrado: Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para Yahvé, tu Dios (Éxodo 20,8-10). Quedarse sólo en el descanso-diversión olvidando el descanso-culto es quitar algo que Dios ha puesto en nuestra propia naturaleza.
El paso del sábado al domingo es resumido en la Dies Domini de este modo: Los cristianos, percibiendo la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el primer día después del sábado, porque en él tuvo lugar la resurrección del Señor […]. Del “sábado” se pasa al “primer día después del sábado”; del séptimo día al primer día (n. 18).
Es claro que el origen y significado del domingo tiene en su trasfondo los acontecimientos pascuales, especialmente la gloriosa Resurrección de Cristo, las apariciones a sus discípulos y el envío del Espíritu Santo. Todo esto, que constituye la Pascua cristiana en plenitud, marcó de tal forma el domingo, que desde sus orígenes no es otra cosa que la celebración semanal del Misterio Pascual.
La vida humana sigue un ritmo de trabajo y descanso. La institución del domingo contribuye a que todos puedan disfrutar del tiempo que permite cultivar la vida familiar, cultural, social y religiosa. Por eso la Iglesia manda abstenerse de los trabajos que impidan estas prácticas, salvo en casos de verdadera necesidad.
Santificar los domingos y demás días de fiesta exige un esfuerzo común. Por eso, cada cristiano debe evitar imponer sin necesidad a otros lo que impediría vivir el día del Señor. Por su parte, las autoridades públicas deben asegurar a los ciudadanos el tiempo que les permita descansar y dar el culto debido a Dios; lo mismo los patronos respecto a sus empleados.
En este sentido habría que preguntarse, por ejemplo, sobre la moralidad de la apertura de centros comerciales en días festivos; y lo mismo sobre la utilización de esos servicios cuando no sea realmente necesario. Es claro que este sistema dificulta a los empleados vivir el domingo como tal. Evidentemente, las costumbres cambian y las situaciones personales son muy diversas. De todos modos parece claro que ceder sin más a la presión del mercado no favorece el sentido pleno del domingo.
De cualquier modo, parece necesario que los creyentes nos replanteemos el modo en que estamos viviendo el día del Señor, si es preciso yendo contracorriente; esto, de manera especial, si la programación del fin de semana dificulta o impide cumplir con las obligaciones de culto a Dios y del necesario descanso.
Por su parte, los pastores deberían considerar el modo de facilitar a los fieles el cumplimiento del precepto dominical. En primer lugar, revisando los horarios de las Misas, en coordinación con las iglesias y parroquias del entorno, para aumentar la oferta. También sería interesante pensar qué se puede mejorar en la celebración eucarística, de modo que sea más atractiva. Evidentemente no se trata de convertir la Misa en un festival, pero sí en una celebración festiva que, dejando a salvo el misterio, ayude a poner a Cristo en el centro de la vida del cristiano.
La asistencia a Misa es obligación grave
La asistencia a la Misa dominical es mucho más que una obligación. Sin embargo, podemos preguntarnos: ¿Por qué entonces constituye una obligación grave? El precepto dominical de asistir a Misa no ha existido siempre de modo formal. Eh los inicios del cristianismo no hacía falta una norma que obligara bajo pecado, ya que la mayoría de los cristianos acudían, conscientes de su importancia. Pero con el paso del tiempo el fervor se fue enfriando, quizá por rutina, dejadez, etc.
Por eso, para ayudarnos a superar nuestra posible negligencia, el primer mandamiento de la Iglesia se refiere a la santificación de las fiestas. Lo recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica: El primer mandamiento (“oír misa entera los domingos y demás fiestas de precepto y no realizar trabajos serviles “) exige a los fieles que santifiquen el día en el cual se conmemora la Resurrección del Señor y las fiestas litúrgicas principales en honor de los misterios del Señor, de la Santísima Virgen María y de los santos, en primer lugar participando en la celebración eucarística, y descasando de aquellos trabajos y ocupaciones que puedan impedir esa santificación de estos días (n. 2042).Y precisa: La Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana. Por eso los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, el cuidado de niños pequeños) o dispensados por su propio pastor. Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave (n. 2181).
Como el precepto obliga antes de la mayoría de edad (desde que los niños alcanzan el uso de razón, lo que el Derecho Canónico supone ocurre al cumplir los siete años, aunque no se haya hecho la primera Comunión), los padres o tutores tienen la responsabilidad grave de facilitar su cumplimiento a los hijos que no puedan asistir por su cuenta.
La obligación no cesa a partir de determinada edad, sino cuando la ancianidad constituye una seria dificultad, análoga a la enfermedad. En estos casos, no es obligatorio —aunque sí recomendable— unirse a la celebración de una Misa transmitida por televisión o radio.
De la Revista Palabra. Tomás García Hernández, Febrero 2008, No. 531
Conocer, amar y servir a Dios
Recordemos el ejemplo de aquel joven médico que al leer el periódico descubre la foto de una linda chica y su dirección, se decide a escribirle y cortejarla a distancia, enamorándose cada día más.
¿Qué hubiera ocurrido si a nuestro médico en el país lejano no le hubiera llamado la atención la joven de la fotografía? ¿O, si luego de unas pocas cartas, hubiera perdido el interés por ella y cesado la correspondencia? Aquella muchacha no habría significado nada para él a su regreso. Aunque se toparan en la estación a la llegada del tren, su corazón no se sobresaltaría al verla. Su rostro hubiera sido uno más entre la multitud.
Algo parecido sucederá si no empezamos a amar a Dios en esta vida: no hay modo de unirnos a Él en la eternidad. Si nuestro corazón llega a la eternidad sin amor de Dios, la dicha simplemente, no existirá. Como un hombre sin ojos no puede ver la belleza del firmamento estrellado, un hombre sin amor de Dios no puede ver a Dios; entra en la eternidad ciego No es que Dios diga al pecador impenitente (el pecado no es más que una negativa al amor de Dios): “Si no vienes preparado, no quiero que te me acerques. ¡Largo de aquí para siempre!” No. El hombre que muere sin amor de Dios, o sea, sin arrepentirse de su pecado, ha hecho su propia elección. Fue él quien, consciente y lúcidamente, rechazó de un manotazo la amante invitación que Dios le ofrecía.
No se ama lo que se desconoce
Lo primero será, pues, conocer todo lo que podamos sobre Dios, para poder amarlo, mantener vivo nuestro amor y hacerlo crecer. Volviendo a nuestro imaginario galeno: si ese joven no hubiera visto el periódico donde aparecía la chica, resulta evidente que nunca habría llegado a amarla. No podría haberse enamorado de quien ni siquiera sospechaba su existencia. E, incluso, si después de ver su fotografía, el joven no le hubiera escrito y por la correspondencia conocido sus virtudes y su personalidad, la primera chispa de interés nunca se habría hecho fuego abrasador.
Ésa es la razón por la cual nosotros “estudiamos” a Dios y lo que Él nos ha dicho de Sí. Ésa es la razón por la cual recibimos clases de catecismo en la infancia y cursos de religión en la juventud y madurez. Por esa razón atendemos a las homilías los domingos y leemos libros y folletos doctrinales, asistimos a círculos de estudio, seminarios y conferencias. Son parte de lo que podríamos llamar nuestra “correspondencia” con Dios. Son parte de nuestro esfuerzo por conocerlo mejor para que nuestro amor por Él pueda crecer y fructificar.
Pero no basta conocer para amar. Existe un termómetro infalible para medir nuestro amor por alguien, y es hacer lo que agrada a la persona amada, lo que le gustaría que hiciéramos. Volviendo al ejemplo de nuestro mediquillo: si, a la vez que dice amar a su novia y querer casarse con ella, se dedicara a derrochar su tiempo y dinero en prostitutas y borracheras, sería un hipócrita de cuerpo entero. Su amor no sería veraz si no tratara de ser la clase de persona que ella querría que fuese, si no pusiera en práctica las recomendaciones que ella le sugiere en sus cartas.
Amor igual a voluntad
Análogamente, hay una sola forma de mostrar nuestro amor a Dios, y que consiste en hacer lo que Él quiere que hagamos, siendo la clase de persona que Él dispuso que fuéramos. El amor a Dios no está sólo en los sentimientos. Amar a Dios no significa que nuestro corazón deba dar brincos cada vez que pensamos en Él; eso no es esencial. El amor a Dios reside en la voluntad. No es por lo que sentimos sobre Dios, sino lo que estamos dispuestos a hacer por Él, como probamos nuestro amor a Dios.
Mientras más amemos a Dios aquí, tanto mayor será nuestra dicha en el cielo. Aquel que ama a su prometida sólo un poco, será dichoso al casarse con ella. Pero otro que ame más a la suya será más dichoso que el primero en la consumación de su amor. Del mismo modo, al aumentar nuestro amor a Dios (y nuestra obediencia a su voluntad) aumenta nuestra capacidad de ser felices en Dios.
Así, pues, aunque es cierto que cada uno de los que están en el cielo es totalmente dichoso, también es verdad que unos poseen mayor capacidad de dicha que otros. Para utilizar un ejemplo antiguo: un pequeño dedal y un barril pueden estar ambos llenos, pero el barril contiene más agua que el dedal. O también, si cinco individuos contemplan una pintura famosa todos están pasmados ante el cuadro, pero cada uno en grado distinto, dependiendo de su conocimiento y sensibilidad pictóricos.
Todo esto es lo que el catecismo enseña al decir: “¿Para qué te ha creado Dios?”, a lo que contesta diciendo: “Para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida”. Esa palabra de en medio, “amar”, es la palabra clave, la esencial. Pero el amor no se da sin previo conocimiento, pues hay que conocer a Dios para poder amarlo. Y no es amor verdadero el que no se traduce en obras: haciendo lo que al amado le complace.
Antes de terminar, interesa mucho tener en cuenta que Dios no nos deja abandonados a nuestra humana debilidad en este asunto de conocerlo, amarlo y servirlo. No se ha limitado a ponernos un instructivo en las manos y dejar que nos arreglemos con su interpretación lo mejor que podamos. Dios ha enviado a “Alguien” para que nos dé la fuerza interior y para ilustrar lo que debemos saber en orden a nuestro destino eterno. Dios ha enviado ni más ni menos que a su propio Hijo, el Verbo eterno, que vino a la Tierra para darnos la Vida que hace posible nuestra felicidad sobrenatural, y para enseñarnos el Camino y la Verdad con su palabra y ejemplo.
El Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo Nuestro Señor, subió al cielo el jueves de la Ascensión, y no tenemos ya más entre nosotros su presencia física y visible. Sin embargo, ideó el modo de permanecer aquí hasta el final de los tiempos. Con sus doce Apóstoles como núcleo y base, Jesús se modeló un nuevo tipo de Cuerpo. Es un Cuerpo Místico más que físico por el que permanece en la Tierra.
Las células de su Cuerpo son personas en vez de protoplasma. Su cabeza es Jesús mismo, y el alma es el Espíritu Santo. La voz de este Cuerpo es el mismo Cristo, quien nos habla íntimamente para enseñarnos y guiarnos. A este cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, que continuará la misión salvadora por todos los siglos y en todas las partes, lo llamamos Iglesia. La Iglesia enseña la Verdad y muestra el Camino. Pero la Iglesia también tiene -es el mismo Señor que continúa en Ella- la Vida del Redentor. No sólo nos ayuda “desde fuera”, como un maestro de la Tierra, sino que nos da la nueva vida, vida de Cristo, para poder unirnos con Él algún día.
¿Cuál es la finalidad de tu vida?
Salimos de la casa de nuestros amigos y ha oscurecido. Los hijos pequeños de esa familia, cariñosamente arropados por su madre, se habían ido a dormir uno tras otro. Nuestro destino era un volcán nevado, iniciando de noche la escalada para poder transitar, a plena luz del sol, por la zona más peligrosa.
La intensidad del frío hacía que nuestras bebidas se congelaran y que los dedos de las extremidades perdieran su sensibilidad. A medida que subíamos por la ladera empinada, el poco oxígeno del aire agudizaba la jaqueca. Fue entonces, unas tres horas después de la media noche cuando, en un repecho del sendero, apareció a nuestros pies la ciudad iluminada. La quietud citadina, el recuerdo del calor del hogar y el placentero sueño de esos niños me suscitaron una pregunta impetuosa: “Bueno, y yo, tonto de mí, ¿qué estoy haciendo en este lugar?”
¿Y sabré qué hago yo, no en la penumbra de un helado volcán, sino en la vida? ¿Soy producto del azar, un resultante biológico, algo casual? ¿Tiene mi vida alguna dirección, algún plan, algún propósito?
Preguntas como éstas se plantea cualquier individuo cuando se pone a pensar con un grado mínimo de sensatez. Y son preguntas que muchas veces se quedan sin respuesta, con la actitud desalentada de quien las considera imposibles de resolver. Otras veces, la respuesta es limitada, temporal, y por ello, insuficiente para la solución del enigma. Recuerdo, por ejemplo, el caso de un muchacho que vivía en una ciudad que no era la suya, al que pregunté: “Y tú, ¿sabes para qué vives?” “Para irme a Jalapa”, fue su contestación. Otros, quizá, dirán que viven para llegar a ser alguien, o para formar una familia, o para ser felices.
A veces los hombres piensan que podrían ser felices si consiguieran todo lo que desean. Pero cuando lo obtienen -riqueza, poder y salud; una familia generosa y amigos leales-, encuentran que aún les falta algo. Todavía no son verdaderamente felices. Siempre queda algo que su corazón anhela.
Fuente de dicha que decepciona
Hay personas más sabias que saben que el bienestar material es una fuente de dicha que decepciona. Con frecuencia, los bienes materiales son como agua salada para el sediento, que en vez de satisfacer el ansia de felicidad, la intensifica. Estos sabios han descubierto que el corazón del hombre no se sacia con bienes finitos, ni aunque los posea en enorme abundancia.
Y es que el corazón del hombre está hecho, nos dicen, para felicidades insospechadas: su coeficiente de dilatación no está acotado. Por eso la posesión de lo material no responde -y los testimonios vivénciales (quizá el tuyo propio incluido) podrían multiplicarse al infinito- a esas preguntas fundamentales para nuestra vida.
Si, de niños, asistimos al Catecismo elemental, quizá recordaremos las primeras cuestiones aprendidas con repetido sonsonete “¿Quién te creó?” Y, cuando respondíamos que ha sido Dios el autor de nuestra creación, nos volvían a inquirir sobre otra cuestión fundamental: “¿Para qué te ha creado Dios?” “Para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida, y después, verlo y gozarlo en la otra”, respondíamos. Y entonces (vendrán a decirnos los sabios) es cuando ese anhelo de felicidad infinita se empezará a colmar.
Aquí también el testimonio vivencial podría multiplicarse. “It works”, podríamos decir luego de ponerlo en práctica. Esto funciona: así sí soy feliz o, al menos, estoy perfectamente seguro de andar por el camino que me conduce a la felicidad.
Pero, ¿en qué consiste la felicidad de la cual venimos hablando? Quizá nos ayude a entenderla el ejemplo del joven médico que se va a realizar los estudios de su especialidad a un país extranjero. Un día, al leer el periódico de su pueblo que su madre le ha enviado, tropieza con la fotografía de la muchacha que ha sido electa reina de las fiestas de la localidad. El médico no la conocía, ni siquiera había oído hablar de ella. Pero, al mirarla, se dice:
“Caramba, qué linda chica. Además, parece lista y virtuosa. Me gustaría casarme con ella”. Al pie de la foto aparece la dirección de la chica, y el joven se decide a escribirle, sin demasiadas esperanzas de que le conteste. Y, sin embargo, la respuesta llega. Inician una correspondencia habitual, intercambian fotografías, y se cuentan todas sus cosas. El joven médico se enamora más y más cada día de esa muchacha a quien nunca ha visto.
Un par de años después, nuestro personaje vuelve a casa ya graduado. Durante ese tiempo ha estado cortejándola a distancia. El amor a ella lo ha hecho mejor médico y mejor persona: se ha esforzado por ser la clase de individuo que ella querría que fuese. Ha hecho las cosas que ella desearía que hiciera, y ha evitado las que le desagradarían. Ya es un anhelo ferviente de ella lo que hay en todo su ser, y está llegando a casa.
¿Cuánta dicha llevará su corazón al bajar del tren y tomar, al fin, a la muchacha en sus brazos? “¡Oh! -exclamará al abrazarla-, ¡si este instante no acabara nunca!” Su felicidad es la del amor logrado, del amor encontrándose en completa posesión de la persona amada. Llamamos a eso la fruición del amor. El muchacho recordará siempre este momento -momento en el que su anhelo fue colmado con el primer encuentro real- como uno de los sucesos más felices de su existencia.
Este ejemplo puede servirnos para descubrir la naturaleza de nuestra felicidad en el cielo. Es un ejemplo penosamente imperfecto, inadecuado en extremo, pero el menos malo que hemos podido ofrecer. Porque la felicidad esencial del cielo consiste exactamente en esto: en que poseeremos al Dios infinitamente perfecto y seremos poseídos por Él, en una unión tan íntima y total que ni siquiera podemos remotamente imaginar.
Dios es igual a felicidad
El objeto de nuestra posesión no será un ser humano (por bello, noble, bueno y maravilloso que sea). Será el mismo Dios con el que nos uniremos de un modo personal y definitivo; Dios, que es la Bondad, la Verdad y la Belleza infinitas; Dios, que lo es todo, y cuyo amor inconmensurable puede (como ningún amor terreno es capaz de hacer) colmar todos los deseos y anhelos del corazón humano. Poseeremos entonces una tan sublime dicha que, al decir de San Pablo “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios tiene preparado para los que le aman”, (I Cor. 2, 9). Y esta felicidad, una vez lograda, no se perderá jamás.
Que no se pueda perder no significa que se prolongue durante semanas, meses, años y siglos. El tiempo es exclusivo de nuestro mundo físico. Cuando termine nuestra vida terrena, terminará también el tiempo. La eternidad no es “un periodo muy largo”. No habrá sucesión de momentos en el cielo, no serán ciclos cronometrables en horas y minutos. No habrá sensación de monotonía, ni sentimiento de “espera”, ni anhelo de que llegue el otro día. En el cielo el “HORA” será lo único que importará. Eso es lo estupendo del premio: que nunca termina. Cada uno de nosotros estará extasiado en la posesión del mayor Amor que existe, ante el cual el más ardiente de los amores humanos, y aun la suma de todos ellos, es sólo un pálido reflejo.
Y nuestro embeleso no estará impedido por la sombra de su terminación, como ocurre con todas las dichas terrenas: en el cielo no sólo seremos felices con la máxima capacidad de nuestro corazón, sino que tendremos además la perfección final de la felicidad al saber que nada nos la podrá arrebatar. Está asegurada para siempre.