Tu hijo ha llegado a casa indignado. El profesor de lengua y literatura les ha dicho que para el mes que viene tienen que leer «El Lazarillo de Tormes». El chico protesta, dice que no sabe por qué tiene que leer esas antiguallas, que el hecho de que le obliguen ya le predispone en contra… Tú no sabes cómo convencerle de que la lectura de los libros obligatorios puede ser beneficiosa para él y lo que es más, muy interesante.
En este artículo vamos a encarar una realidad: la necesidad de obligar a leer aquellos libros que mandan en clase: las lecturas obligatorias.
Libertad y obligación de lectura: se necesitan y se complementan
Para entender esta aparente contradicción recurriremos a un ejemplo tomado de los deportes. Para aficionarse a jugar a la pelota basta con iniciar un juego sencillo, divertido, en la que simplemente corriendo y pasándonos el balón ya tengamos suficiente para pasar un buen rato, relajarnos y adquirir agilidad. Pero es posible que al cabo de un tiempo este ejercicio resulte insulso. Nos vemos ya preparados para aprender un juego más complejo: un juego que requiera adiestramiento, conocimiento de reglas, aprendizaje de movimientos precisos. Es más duro, sí, pero este entrenamiento nos hará después disfrutar más del juego.
De la misma manera, con el desarrollo del hábito lector trabajamos una actitud, una disposición: la educación del ocio. Forjamos un gusto lector, una elección libre de los libros que nuestros hijos deseen. Pero también es cierto que en esa libertad puede haber una tendencia a la facilidad, a los esquemas conocidos y repetidos. En una palabra, al anquilosamiento en un tipo determinado de lecturas que, a la larga, no van a enriquecer la capacidad lingüística de nuestro hijo ni su educación literaria.
Hay, pues, que acercarse a libros que requieren una mayor concentración o unos mayores conocimientos. Libros con un argumento más complejo, un lenguaje más elaborado o unas referencias externas más difíciles de relacionar con el mundo en el que vive inmerso nuestro hijo.
Este esfuerzo de concentración, de buscar nuevas relaciones de significado, de bucear más en el contexto o de buscar más en el diccionario, va creando en el lector el entrenamiento necesario para afrontar nuevas lecturas, nuevos retos de conocimiento. Porque el lector amplía su marco de referencias, observa otras maneras de decir, otro tipo de personajes y de argumentos. Amplía su capacidad lectora y se ve capaz de ensanchar su ámbito lector.
Es posible que empiece a considerar fáciles algunos de los libros que había leído o a detectar sus fallos, de la misma manera que un buen conocedor de las reglas del fútbol distingue a la perfección al equipo mediocre del campeón.
Crecer significa también desarrollar una nueva manera de leer
Decía T.S. Elliot que existen tres grados en los lectores:
- Un primer grado, en el que el lector sólo busca divertirse, pasar el rato, sin la menor trascendencia.
- En segundo grado, en el que el lector busca identificarse con lo que lee: el aventurero, el tímido o la romántica buscan personajes que se les parezcan.
- Pero hay un tercer grado en el que el lector es capaz de valorar sus lecturas desde un punto de vista más racional, más crítico. Que sabe poner la distancia para poder valorar lo que ha leído.
Sin renunciar para nada a la diversión ni a la identificación, hemos de procurar que la educación lingüística y literaria llegue a alcanzar este tercer grado de lectura en el que se desarrolla la capacidad crítica y el juicio.
Aprender a leer libros de manera inteligente, libros que no hubieran elegido por sí mismos, les encara al esfuerzo de comprenderlos, de apreciarlos y activa nuevos resortes intelectuales más complejos que la satisfacción inmediata de un gusto que ya tenemos prefigurado.
Hay, además, una ventaja extraordinaria en la edad y las circunstancias de los adolescentes. Estas lecturas obligatorias se les van a presentar en el marco de la escuela, en el marco de la clase de lengua y de literatura. Es una oportunidad única que no hay que desaprovechar. Después, en su vida laboral o en su vida de ocio, difícilmente van a tener la oportunidad de enfrentarse con El Lazarillo, El Quijote o La casa de Bernarda Alba.
Normalmente estos libros tienen el apoyo de la clase, las explicaciones que ha recibido de su profesor y que le preparan para esta lectura más elaborada. La clase actúa también como un «laboratorio» en el que podemos trabajar nuestras lecturas para estar después dispuestos y capacitados para leer más y mejor.
Recuperar el valor del esfuerzo
Por último, vamos a encararnos con el mismo concepto de obligación. Hablar hoy en día de conceptos como obligación, esfuerzo, deber o disciplina parece muy pasado de moda. Y mucho más si se aplican a la lectura o al ocio.
Ciertamente, en una época de derechos de lector, en una sociedad que reivindica como el primer derecho del lector, «el derecho a no leer», parece que hablar de deberes pueda resultar muy impopular. Pero esta sociedad en la que vivimos tiene paradojas muy curiosas: por un lado, reivindica la libertad y la falta de imposición como derecho inalienable de todos, especialmente de los chicos. Pero por otro lado, se carga de obligaciones a los escolares. Obligación de hacer deporte, obligación de ir al gimnasio, obligación de estudiar informática, obligación de aprender inglés.
¿Hace falta seguir? Quizá sea cuestión de cambiar el «chip» y de darse cuenta de que si existen obligaciones que nos hemos impuesto, bien podría ser la obligación de leer una actividad contemplada con el merecimiento que requiere. Por otro lado, esta obligación recuerda a cualquier persona que aprende que no se consiguen las metas sin poner una dosis considerable de esfuerzo. Sin educar la autodisciplina.
El escritor Antonio Muñoz Molina recuerda que nuestra sociedad usa y abusa de conceptos tales como lo «lúdico» o lo «divertido», sin pararse a reflexionar ni a practicar el esfuerzo que cualquier obra de arte ha supuesto. Nuestras ideas cristalizan en estas acertadas palabras de este autor: «Se nos educa para disciplinarnos en nuestros deberes, pero no en nuestros placeres. Por eso nos cuesta tanto trabajo ser felices».
Ana Díaz Plaja Taboada
Profesora de Ciencias de la Educación de la UB