Todos sabemos que para que una cometa se eleve es necesario que tenga el viento en contra, pues de lo contrario permanecerá en el suelo.
En esto las personas nos parecemos a ellas: con las dificultades aprendemos a alcanzar altas metas, y si no nos vemos obligados enfrentarnos a los problemas y contrariedades, nos quedamos viviendo en un ambiente rastrero. Pero también como las cometas debemos tener ciertas cualidades para poder volar lejos. La cometa tiene que ser liviana pero con una estructura fuerte a pesar de su fragilidad: si es pesada, no alcanza a elevarse, y si los materiales que la conforman son débiles, la destrozarán los vientos cambiantes y las tempestades.
Así nos sucederá a las personas, que nos quedaremos apegados en la tierra si estamos llenos de cosas inútiles y superfluas que nos impiden superarnos. Y si nuestra personalidad no está entretejida con una trama resistente de virtudes humanas, no aguantaremos las presiones y tensiones de la vida diaria. Tenía razón Monseñor Álvaro del Portillo, primer prelado del Opus Dei, cuando escribió: “Que el Señor nos conceda un ánimo batallador y paciente, constante y maduro – ¡generoso!– alegre y emprendedor, espontáneo y generoso, que no se doble ante los fracasos ni se engría en las exaltaciones.”
Pero sobre todo la cometa no podrá alzar el vuelo si no tiene una mano firme que la dirija en un tira y afloje según las circunstancias, con el conducto de un hilo fuerte que no la deje ir a la deriva y estrellarse contra el suelo. Igual nosotros, necesitamos un consejero sabio y confiable, que nos ayude en todo momento a alcanzar las metas a las que estamos llamados en la vida: es el director espiritual que hace de médico, de maestro, de amigo, de buen pastor en las cosas que a Dios se refieren, señala obstáculos, sugiere metas y anima.
Colaboración de Coloquios de J.M. para LaFamilia.info