Estudios realizados por diferentes entidades de consumidores aseguran que en este año, a pesar de la dureza de la crisis económica en algunos países, los padres se resisten a dejar de celebrar la Primera Comunión de sus hijos.
Con todo, afirman dichos estudios que el coste es similar al de años anteriores, y que las familias lo siguen celebrando por todo lo alto. Otros informes, de diversas entidades, certifican que el coste medio de una boda civil se aproxima a los 20.500€ (algo así como 26.000 dólares americanos) coste que asciende a 25.000€ para las celebraciones de las bodas religiosas.
Por cuanto antecede, es significativo y llama la atención que, a tenor del contenido literal y conclusivo de estos estudios e informes, las conmemoraciones religiosas lleven como aparejado irremisiblemente un gasto adicional del que es difícil que las familias puedan zafarse. O dicho de otra manera, parece ser que las Primeras Comuniones, las bodas católicas y las Confirmaciones estén vinculadas a una sangría pecuniaria que, por ende, desarticula en mayor o menor medida a las economías domésticas. Ciertamente lo esencial en los actos religiosos referenciados es, o por lo menos debería ser, el Sacramento en sí, es decir, que los niños reciban al Señor por primera vez animándoles a que lo sigan recibiendo asiduamente durante toda su vida, que los cónyuges contraigan un compromiso esponsal ante Dios y ante su Iglesia, y que al confirmarse los adolescentes se conviertan en verdaderos testigos de Jesucristo.
Consecuente y apriorísticamente, no existe una relación de causalidad entre las aludidas celebraciones religiosas y el dispendio que se genera a cuenta de aquellas. Así las cosas, y desde un profundo respeto a la libertad de cada cual para hacer lo que crea conveniente según sus criterios y circunstancias, que quede claro que la Iglesia Católica no impone, ni siquiera sugiere, seduce o incita, ningún tipo de desembolso dinerario tal como el que se determina en los informes de los expertos, excepto aquellos donativos estipulados para el sostenimiento del culto, cosa que por otro lado es loable.
En una sociedad de consumo en donde importa quizá más la apariencia que el saber estar, donde se otorga demasiado protagonismo al qué dirán, y donde se fomenta el derroche en vez de la coherencia y el sentido común, es lógico que se dilapide en muchas ocasiones gastando por encima de las posibilidades de quienes se endeudan hasta las cejas en detrimento del fundamento y fin del credo al que, libre y voluntariamente, han decidido acceder.
Además, conviene resaltar que la fiesta no está reñida con la fe, pues evidentemente este tipo de ceremonias religiosas comportan una gran alegría y satisfacción. Asimismo, deberíamos reflexionar acerca de si prima en nuestras conciencias el boato y la pedantería o, por el contrario, valoramos más la naturaleza intrínseca del acto ceremonial religiosos al que, moderadamente y con buen gusto, se puede conciliar con un ágape sencillo y con un vestuario respetuoso y sobrio, los cuales no supongan en cualquier caso un menoscabo en el cómputo presupuestario.