El enigma del dolor

Alfonso Aguilo
06.06.2008

El dolor es una realidad que nos encontramos por todas partes. Que afecta a unos y a otros, a los buenos y a los malos, a los menos buenos y a los menos malos.

—Pero Dios podría haber creado el mundo de otra manera, y que todos fuéramos buenos, y nadie tuviera la posibilidad de hacer el mal.

Supongo que comprenderás que eso es bastante poco compatible con la libertad humana. Si el hombre es un ser libre, hay que contar con la posibilidad de que emplee mal esa libertad, y de que exista, por tanto, el mal en el mundo.

—Pero Dios sabe lo que va a pasar, antes de que suceda. Si ya lo tiene previsto, no somos entonces muy libres.

Una cosa es el conocimiento de algo que va a suceder y otra es la responsabilidad de hacerlo. Si yo me asomo a la calle y veo a una persona tirar a otra por la ventana de un quinto piso, sé que se estampará contra la acera, pero saberlo no quiere decir que yo sea el responsable. Dios tampoco. Lo será, en todo caso, el que le haya empujado.

Y si veo en diferido un partido de fútbol previamente grabado en vídeo, por el hecho de saber cuál es el resultado final del encuentro no quito a los jugadores la libertad de jugar al fútbol tranquilamente. Algo semejante sucede cuando decimos que Dios sabe lo que va a pasar. No por eso coarta nuestra libertad.

—Pero si Dios es omnipotente, ¿no podría haber hecho compatible la libertad con un mundo bueno? ¿No es capaz Dios de hacer cualquier cosa?

Ser omnipotente significa tener poder para realizar todo aquello que sea intrínsecamente posible. Pero ya sabes que no todo es intrínsecamente posible.

Dios puede sin ninguna dificultad
hacer milagros,
pero no puede hacer disparates.

Y esto no es imponer límites a su poder. Para demostrar que todas las cosas son posibles para Dios, no podemos pretender que haga algo que es intrínsecamente contradictorio (que un círculo fuera cuadrado, por ejemplo). Porque eso, si fuera posible hacerlo –que no lo es–, no demostraría ninguna potencialidad.

Quizá podríamos imaginar un mundo –te respondo glosando ideas de C. S. Lewis– en el que Dios corrigiese a cada momento los resultados de los abusos de la libertad de los hombres, obligando a que todos sus actos fueran «buenos» en el sentido que tú dices.

Entonces, el palo tendría que volverse blando cuando quisiera usarse para golpear a alguien. El cañón de la escopeta se haría un nudo cuando fuera a ser utilizada para el mal. El aire se negaría a transportar las ondas sonoras de la mentira. Los malos pensamientos del malhechor quedarían anulados porque la masa cerebral se negaría a cumplir su función durante ese tiempo. Y así sucesivamente.

Comprenderás que si Dios tuviera que evitar cada uno de esos actos malos, este mundo sería algo realmente grotesco. Desde luego, toda la materia situada en las proximidades de una persona malvada estaría sujeta a impredecibles alteraciones, sería un auténtico show.

Se harían imposibles los actos malos, es verdad, pero la libertad humana quedaría anulada. Dios puede modificar las leyes de la naturaleza y producir milagros –y de hecho a veces lo hace–, y eso es algo ciertamente razonable, pero el concepto de mundo normal exige que tales milagros sean algo poco habitual.

Podemos compararlo a una partida de ajedrez. Puedes, si quieres, hacer algunas concesiones a tu adversario inexperto sin alterar mucho el juego. Puedes darle ventaja cediendo unas piezas al comienzo. Puedes incluso dejarle rectificar un error en algún movimiento. Pero si le concedes todo lo que le conviene todas las veces, si le dejas rectificar y volver atrás en todas las jugadas, entonces…, entonces no estás jugando al ajedrez. Sería otra cosa distinta.

Pues algo así ocurre con la vida de los hombres en este mundo. Si tratas de excluir la posibilidad del mal y del sufrimiento, te encontrarías con que has excluido la libertad misma. Si intentáramos ir corrigiendo a cada momento la Creación, como si este o aquel elemento pudiesen ser eliminados, cada vez nos daríamos más cuenta de que no es posible lograrlo sin desnaturalizarla. El devenir del mundo trae consigo, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto, lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza, también las destrucciones; y junto con el bien existe también el mal.

¿Por qué el mal se ceba en los hombres buenos?

—¿Y no podría Dios, al menos, hacer que las desgracias afectaran menos a los hombres buenos? A veces parece como si se ensañaran con quienes menos las merecen.

Entonces, cuando hubiera un accidente, Dios tendría que enviar un ángel para poner a salvo de forma extraordinaria a los viajeros virtuosos. Y si una helada destruyera una cosecha, otro ángel tendría que ir para proteger las parcelas del hombre bueno para que así no le afectaran los fríos.

Y si se tratara de una inundación, entonces tendría que contener las aguas, como en el paso del Mar Rojo, antes de que destruyeran la vivienda de la familia honrada. Y volveríamos a lo mismo de antes.

El mundo está sometido a ciertas leyes generales que Dios no suspende sino de vez en cuando, y esas leyes, por lo general, afectan sin distinción a todos. Ya sabemos que lo que va bien a los corderos, va mal a los lobos, y viceversa. Pero no sería sensato que unos u otros exigieran a Dios milagros continuos que perturbasen incesantemente el orden regular del universo.

—Pero entonces parece que los hombres buenos siempre salen perdiendo, porque se privan de las ventajas ilícitas que tienen los malos, y en cambio sufren igual que ellos las desgracias naturales.

Pero, a pesar de todo, los hombres virtuosos son mucho más felices, aun en la tierra, que los viciosos y malvados. Quien se desvía de la moral, obtiene quizá una satisfacción inmediata, pero es siempre una felicidad efímera, cimentada sobre el egoísmo, y que va poco a poco labrando su propia ruina. Y una ruina que no vendrá solo en la otra vida, sino también ya en esta.

—Pues a veces se ve a los pecadores bastante felices. Al menos, eso aparentan. No parece que siempre sea tan cierto aquello de que el mal produce tristeza y el bien alegría.

Es cierto, pero hay que matizarlo un poco. A veces, efectivamente, nos da la impresión de que es al revés –señala José Luis Martín Descalzo–, porque no siempre vemos tristes a los pecadores, sino que casi parecen más bien rebosar de satisfacción, como si hubieran encontrado su plenitud en el ejercicio del mal. Vemos que la apuesta humana por el bien lleva a la alegría, pero más bien a largo plazo, cuando se ha conseguido una cierta madurez en el alma. Lo vemos como una idea profundamente cierta, pero paradójica y a veces casi insoportable. Porque el hombre honrado sufre. Y en alguna ocasión podemos incluso sentir algo parecido a envidia de esos personajes inmorales que parecen los triunfadores de este mundo. Pero no debemos engañarnos.

A veces,
el hombre parece poder
convivir sin problemas con el mal,
pero no es así.

Tarde o temprano advierte que el mal ha entrado muy hondo en él, y que se ha hecho fuerte ahí dentro. Quizá se ha afincado en una zona muy íntima de su ser, y su corrupción no se percibe con claridad desde fuera, pero sin duda está allí.

El bien resulta costoso en términos de esfuerzo, pero es una buena inversión. El mal, en cambio, se compra muy barato. Incluso es agradable en la superficie del alma. Pero, antes o después, acaba por hipotecar la vida.

La apuesta humana por el mal, aunque sea una apuesta pequeña, viene siempre acompañada de toda una amalgama de sinsabores, de pesares inconfesables y vergonzantes. ¿Qué idea podemos formarnos de la felicidad de esos hombres, que estarán rendidos por sus propios sufrimientos interiores, por su vida llena de temores y sobresaltos, de recelos, de tortuosidades, de ambiciones que se alimentan de intrigas y de bajezas?

La dicha está en el corazón, y va unida al bien. Por eso, quien deja anidar al mal en su corazón, será una persona infeliz, sean cuales fueren las apariencias de éxito y ventura de las que se encuentre rodeado.

El vicio introduce siempre
un trastorno de la armonía del hombre,
aunque en su inicio
parezca quizá inocuo.

El vicio somete a su vasallaje a la razón y la voluntad. Y cuando lo ha conseguido, atormenta a su pobre sometido con el pensamiento de la muerte, donde no espera ni puede esperar ningún consuelo, y donde teme encontrar el castigo de sus desórdenes.

Es cierto que las claudicaciones morales pueden proporcionarnos placer, dinero, poder, o muchas otras cosas. Pero el coste humano que debe pagarse en la propia carne es siempre muy alto. Al abrir las puertas del alma al mal, lo que este nos otorga ya no nos pertenecerá, pues seremos esclavos de aquello a lo que nos entregamos.

¿Por qué Dios no nos ha hecho mejores?

—Hay mucha gente que dice que no logra entender por qué Dios consiente que tantos inocentes sufran. Que por qué media humanidad pasa hambre. Que por qué Dios no arregla este mundo, y que por qué no lo hace de una vez, ya.

No parece serio echar a Dios la culpa de todo lo que se nos antoja que no va bien en este mundo. «Son los hombres decía C. S. Lewis, y no Dios, quienes han producido los instrumentos de tortura, los látigos, las prisiones, la esclavitud, los cañones, las bayonetas y las bombas. Debido a la avaricia o a la estupidez humana, y no a causa de la mezquindad de la naturaleza, sufrimos pobreza y agotador trabajo».

En muchas de esas quejas que lanzan algunas gentes contra Dios, hay una lamentable confusión. Consideran a Dios como un extraño personaje al que cargan con la obligación de resolver todo lo que los hombres hemos hecho mal, y, si es posible, incluso antes de que lo hubiéramos hecho. Es como una rebelión ingenua ante la existencia del mal, una negativa a aceptar la libertad humana. Y, como consecuencia de ambas cosas, un cómodo echar a Dios culpas que son solo nuestras.

En vez de sentirse avergonzados, por ejemplo, por no hacer casi nada por los millones de personas que cada año mueren de hambre, se contentan es bastante cómodo, realmente– con echar a Dios la culpa de lo que, en gran medida, no es otra cosa que una gran falta de solidaridad de quienes poblamos el mundo desarrollado. ¿Tendremos que pasarnos la vida –se preguntaba Martín Descalzo exigiendo a Dios que baje a tapar los agujeros que a diario producen nuestras injusticias?

Cuando tendríamos que preocuparnos de resolver esa asombrosa situación por la que unos no logran dar salida a sus excedentes alimentarios mientras que otros se mueren de inanición, y cuando parece que la mitad de la humanidad pasa hambre y la otra mitad está con un régimen bajo en calorías para adelgazar, es una pena que lo único que se les ocurra –en vez de trabajar más, o ser más solidarios, de una forma o de otra– sea echar en cara a Dios que el mundo (en el que suelen olvidar incluirse, curiosamente) es horrible.

No somos simples accidentes de la bioquímica o de la historia, a la deriva en el cosmos. Podemos, como hombres y mujeres con responsabilidad moral, convertirnos en protagonistas, no en meros objetos o víctimas del drama de la vida.

—¿Pero cómo es que permite tanta persistencia nuestra en el mal? ¿Por qué Dios no nos cambia, y nos hace efectivamente más solidarios?

La bondad humana es el resultado libre del esfuerzo de quien, pudiendo ser malo, no lo es. Y Dios ha dado al hombre un infinito potencial de bondad, pero también ha respetado la libertad de ese hombre –como hace, por ejemplo, cualquier padre sensato al educar a su hijo–, y ha aceptado el riesgo de nuestra equivocación.

No es muy serio decir que Dios tiene que cambiarnos, cuando cambiar es el primero de nuestros deberes. Si Dios nos hubiera hecho incapaces de ser malos, ya no seríamos buenos en absoluto, puesto que seríamos marionetas obligadas a la bondad.

—Pero se ven tantos errores en el mundo, tantas calamidades, tanto egoísmo, tantas lamentables aberraciones y tan difíciles de explicar…

La respuesta cristiana a esto es clara: los desequilibrios que fatigan al mundo están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano, que sumerge en tinieblas el entendimiento y lleva a la corrupción de la voluntad. Esta es la clave para descifrar el enigma.

El verdadero mal proviene del interior del hombre, radica en una escisión que tiene su origen en el pecado. Igual que hay una experiencia clara de la existencia de la libertad, la hay también de que la libertad está herida, así como del mal que el hombre puede ser capaz de hacer.

Las situaciones de injusticia social proceden de la acumulación de injusticias personales de quienes la favorecen, o de quienes pudiendo evitar o limitar ciertos males sociales, no lo hacen.

Los que se eximen de culpa personal para pasársela toda a las estructuras del mal, niegan al hombre su capacidad de culpa, y niegan por tanto su libertad y su responsabilidad personales, y disminuyen su propia dignidad. Los verdaderos creyentes, en cambio, se sienten responsables. Y cuanto más acentuado sea el sentido de responsabilidad de una persona, tanto menos buscará excusas y tanto más se examinará a sí mismo –sin absurdos complejos de culpabilidad–, para mejorar él y ayudar a mejorar a los que le rodean.

—Pero arreglar un poco este mundo se ve como una labor muy a largo plazo, con un final lejano…

Si algo resulta muy necesario, y además tardará en llegar, es entonces también muy urgente. Como dijo aquel mariscal francés al tomar posesión de su cargo: si estos árboles van a tardar veinte años en dar sombra, hay que plantarlos hoy mismo.

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