El trabajo bien hecho y las cosas pequeñas

P. Javier Abad Gómez
06.06.2008

Un principio normativo fundamental que debe caracterizar la educación en la fe, es el siguiente: El trabajo bien hecho es factor de perfeccionamiento personal y de servicio a la sociedad. Para lograrlo es preciso cuidar siempre con esmero los detalles pequeños. En su unión está la clave: sólo un trabajo en el que se cuidan los detalles pequeños estará bien hecho. Y sólo un trabajo bien hecho, en el que se respeta y se busca la unidad de vida, es camino hacia la madurez.

El trabajo es una dimensión fundamental de la persona, inscrito en la naturaleza humana con tal profundidad que no se pueden concebir separados: el hombre hace el trabajo y el trabajo hace al hombre. Como el vuelo es para las aves, es el trabajo para el ser humano.

El trabajo es un bien del hombre. Y es no sólo un bien útil o para disfrutar, sino un bien digno, es decir que corresponde a la dignidad del hombre, que expresa esta dignidad y la aumenta. Mediante el trabajo el hombre no solamente transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido, se hace más hombre 325.

El trabajo es una actividad que sólo corresponde al ser humano: no a los animales, ni a las máquinas. Si de estos, sin razón, se dice que trabajan, es en sentido figurado: en cuanto están al servicio del trabajo humano. El trabajo es actividad creadora, que lleva siempre a un fin; debido a su intencionalidad decimos que sólo el hombre o la mujer trabajan. Todo trabajo, aún el más humilde, incluye la presencia del espíritu, de la inteligencia y de la voluntad humanas. Es una manifestación de la actividad libre del hombre que se dirige a su fin, precisamente a través y por medio de su trabajo.

La importancia de los detalles

El trabajo bien hecho reclama, como algo indispensable, el cuidado de las cosas pequeñas, de los detalles. En realidad no se puede pensar en una obra grande, sino se fundamenta en los detalles menudos.

¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de grandeza imponente? Un ladri1lo, y otro. Miles. Pero, uno a uno. Y sacos de cemento, uno a uno. Y sillares, que suponen poco, ante la mole del conjunto. Y trozos de hierro. Y obreros que trabajan, día a día, las mismas horas… ¿Viste cómo alzaron aquel edificio de grandeza imponente?… ¡A fuerza de cosas pequeñas! 326

Todo hombre debe trabajar, porque con ello se afirma en la vida y se afianza el sentido de su dignidad: todo trabajo es digno y todo trabajo dignifica a quien lo realiza. Pero hace falta que se realice bien y que contribuya al mejoramiento propio, y al de su familia y al de la sociedad. Sólo un trabajo bien hecho, acabado hasta el detalle, es cauce de perfección humana. Por esto el trabajo es actividad educativa, tarea que contribuye directamente a la madurez y, a su vez, la manifiesta. Para que esto sea así, debe tratarse siempre de un trabajo que sea reflejo de la libertad humana, de su inteligencia y de su voluntad.

Que ponga en juego los mejores valores de la naturaleza humana. Cuanto más elevados sean esos valores, más ennoblecen a la persona y a la misma obra realizada.

Cualquier oficio se vuelve Filosofía, se vuelve Arte, Poesía, Invención, cuando el trabajador le da su vida, cuando no permite que ésta se parta en dos mitades: una mitad para el ideal y la otra, para el menester cotidiano, sino que se convierte en una misma cosa en unidad de vida 327.

Cuando el hombre, a pesar de la dureza y del esfuerzo, no desvincula su quehacer cotidiano de la totalidad de su ser, de su unidad de vida, encuentra en el trabajo un medio de realización personal y de plasmación de todas sus capacidades. No es, pues, el trabajo un simple medio de vida: es mucho más. Es una forma de expresar nuestra presencia en el mundo, nuestro modo de enfrentarnos a la existencia; es un reflejo de la manera de ser, de la estructura mental y moral de cada uno.

El hombre y la mujer llevan al trabajo lo que son y lo que tienen: sus sentimientos, sus pasiones, sus amores, sus sueños e ilusiones. En el trabajo se empeña la inteligencia, con todo el desarrollo alcanzado por el pensamiento y por los ideales humanos; la voluntad, con la fuerza de un querer ser cada vez mejor; el corazón, cuando lo realiza con amor y por amor. En una palabra, toda la personalidad.

En la medida en que el hombre procure realizar bien su trabajo, con perfección tanto moral como técnica, no sólo la obra, sino también quien la realiza, quedará enriquecido. Comprendiendo que difícilmente se puede hablar de perfección moral ética, sobrenatural si no está unida a la técnica. Un trabajo voluntariamente imperfecto, desganado, inacabado, no sólo queda mal hecho, sino que hace daño a quien así lo cumple.

De Cristo se dice en la Sagrada Escritura, como uno de los mayores elogios:

“Todo lo hizo bien” 328. No sólo los grandes prodigios y milagros, sino las cosas menudas, cotidianas que a nadie deslumbraron pero que fueron realizadas con la fuerza y la delicadeza de su Amor. Y esto hace referencia, también, a sus años de infancia y juventud, cuando lo que hizo estaba relacionado con su trabajo en el taller de José, en su oficio de artesano.

Para Él, la obra bien hecha no sólo era consecuencia de su perfección divina, sino también característica de su perfecta humanidad. Y la perfección que Él nos pide significa, ni más ni menos, que seamos cuidadosos en los pequeños detalles del trabajo diario, por amor. Lo importante no es la obra en sí misma, sino el modo de hacerla, el amor que la inspira. En el Antiguo Testamento, entre las indicaciones dadas por Yahvé sobre los sacrificios, dice: “Ha de ser sin tacha, buey, cordero o cabrito. Si tuviere defecto, no lo ofreceréis: no sería aceptable” 329. Que la ofrenda sea grande, mediana o pequeña, de acuerdo con la capacidad del oferente; pero perfecta en el detalle, en el afecto y sin resquicios de egoísmo.

No dejar cosas a medias

La madurez de una obra hecha en unidad de vida requiere de cada uno que trabaje bien, que sea competente en su profesión, que no deje las cosas a medias, ni llenas de remiendos. Un trabajo en el que se pone intensidad y orden, ciencia y competencia, acabado hasta el último detalle, sin tacha y sin errores, en el que no quedan rincones sin terminar. Trabajo serio, que no sólo parezca bueno, sino que lo sea realmente. No importa si es manual o intelectual, de ejecución o de organización, que lo vean otros o no. Un oficio o profesión, una tarea cualquiera, realizada de este modo, dignifica a quien la realiza, lo mejora, lo perfecciona, lo conduce a la madurez.

Refiriéndose al trabajo bien hecho, como medio de perfección humana y sobrenatural, san Josemaría Escrivá comenta en uno de sus libros:

“A veces, nuestras caminatas (con algunos estudiantes) llegaban al monasterio de las Huelgas, y en otras ocasiones nos escapábamos a la Catedral. Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor paciente, costosa. En esas charlas les hacía notar que aquella maravilla no se veía desde abajo. Y, para materializar lo que con repetida frecuencia les había explicado, les comentaba: ¡Esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad nadie apreciaría su esfuerzo: era sólo para Dios ¿Entiendes ahora cómo puede acercar al Señor la vocación profesional? Haz tu lo mismo que aquellos canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana con entrañas y perfiles divinos330”.

Sólo la obra bien hecha contribuye a la madurez humana

No puede entenderse como trabajo eficaz el que solamente logra objetivos económicos; para que sea camino de madurez, debe alcanzar, además, un efectivo mejoramiento de quien lo realiza. Lo mismo que el de quienes trabajan con él o para él; y, como lógica consecuencia, mejora o perfecciona los objetos que salen de manos o de su inteligencia.

Quien trabaja con madurez, lo hace independientemente del estado de ánimo o del entusiasmo; trabaja con sentido del deber, por compromiso; es constante, sin dejarse desanimar por las contrariedades; sabe ver en las contradicciones una oportunidad de superarse a sí mismo. Estudia e investiga, sin contentarse con lo que ya conoce: no se aburguesa. Busca siempre lo mejor lo más perfecto en su tarea, sin contentarse con el mínimo indispensable. En una palabra, cuida las cosas pequeñas.

Asombra pensar que la máxima demostración de amor, la mejor expresión de un trabajo bien hecho, está precisamente en lo que muchos califican como insignificante: las cosas pequeñas. Esas que se aprecian sólo con una mirada limpia que sabe percibirlas con amor.

Dice la filosofía que para que haya virtud hay que atender a dos cosas: a lo que se hace y al modo de hacerlo331. Una tarea sólo resulta grata tanto para quien la realiza como para quien la recibe cuando está hecha con la mayor perfección que le sea posible a su autor. No basta digámoslo una vez más que lo que se haga sea bueno: se requiere, además, que esté lo más perfectamente cumplido, pulido hasta el detalle, finamente acabado. Una obra cabal exige que esté bien terminada y esto es siempre cuestión de detalle: detalle es la cincelada, la pincelada, el retoque final que hace, de un buen trabajo, una obra maestra.

La perfección de la obra perfecciona a su autor

Cuidar lo pequeño es garantía para cosas mayores. Se dice que el peor enemigo de la roca no es el pico que trata de romperla: es la débil raíz o el agua que, gota a gota, día a día, año tras año, se introduce en la pequeñas grietas hasta perforarla y romperla.

Una casa no se hunde por un impulso momentáneo (…). En ocasiones es la prolongada desidia de sus moradores lo que motiva la penetración del agua. Al principio se infiltra gota a gota y va insensiblemente carcomiendo el maderaje y pudriendo el armazón. Con el tiempo el pequeño orificio va tomando mayores proporciones, originándose grietas y desplomes considerables. Al final, la lluvia penetra a torrentes 337.

Se explican las palabras del Evangelio: “El que violare uno de estos mandamientos, por mínimos que parezcan y enseñare a los hombres a hacer lo mismo, será tenido por el más pequeño en el reino de los cielos; pero el que los guardare y enseñare, ése será tenido por grande en el reino de los cielos”338.

Acabar bien lo que se realiza significa casi siempre estar pendiente del detalle. Exige esfuerzo y sacrificio. No empequeñece sino que engrandece a quien lo realiza porque al perfeccionarse la obra se perfecciona su autor. En cambio, acabar mal las cosas empobrece a la persona. En lo diminuto se percibe mejor la grandeza de una persona.

Es propio de espíritus mezquinos ver en las cosas menudas sólo su pequeñez: son los que valoran más la veleta dorada que corona el edificio, que la roca escondida en los cimientos. En cambio es propio de seres magnánimos, ver las consecuencias grandes de cuidar lo poco, lo sencillo, lo pequeño, lo escondido y silencioso. Son tan importantes las cosas pequeñas y son tan grandes las consecuencias de descuidarlas que habría que decir: ‘no existen las cosas pequeñas’. Sólo el trabajo acabado con amor merece el reconocimiento que se menciona en la Sagrada Escritura: Mejor es el fin de la obra que su principio339. La perseverancia es la fidelidad diaria en lo pequeño.

Cuando se piensa en la santidad, a la que todo cristiano está llamado, con frecuencia se hace referencia a los acontecimientos notables que causan admiración y no se repara en todo lo que hay detrás de ellos, que suele ser, precisamente, lo valioso. En la vida de la Virgen María se percibe con claridad que su grandeza fue haber vivido lo pequeño con amor.

“No olvidemos que la casi totalidad de los días que Nuestra Señora pasó en la Tierra transcurrieron de una manera muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar. María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios! Porque eso es lo que explica la vida de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido. María, Nuestra Madre, es para nosotros ejemplo y camino. Hemos de procurar ser como Ella, en las circunstancias concretas en las que Dios ha querido que vivamos” 340.

Notas
324 Quien quiera ampliar sobre este tema, puede encontrar buen material en el ensayo Voluntad y Trabajo, de María del Carmen Illueca, publicado en el libro Dimensiones de la voluntad, Edit. Dossat, Madrid, pp. 145-199. Algunas de las ideas del presente capítulo, son tomadas de dicho texto.
325 Laborem exercens, 14-IX-1981, n. 9.
326 Camino, n. 823.
327 Eugenio D’Ors, Aprendizaje y heroísmo, Edit. Universidad de Navarra (EUNSA),
p. 23.
328 Marcos 7, 37.
329 Levítico, 22, 19-20. Amigos de Dios, n. 65.
331 Tomás de Aquino, Quodl. IV, a. 19.
332 San Agustín, De Doctr. Christ. 14, 35.
333 Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontifica de Ciencias, 12-111-1999.
334 Lucas, 16, 10.
335 Eclesiastés, 19, 1.
336 Mateo 25, 21.
337 Casiano, Colaciones, 6.
338 Mateo, 5, 19.
339 Eclesiástico, 7, 9.
340 Es Cristo que pasa, n. 148.

Tomado del libro: » El valor de la Fe», del P. Javier Abad Gómez

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