La Jornada Mundial de la Juventud se ha convertido en el acontecimiento que congrega al mayor número de jóvenes de casi todos los países. Este poder de convocatoria desconcierta a todos los que vienen repitiendo que los jóvenes no se interesan por la religión y que la Iglesia no conecta con ellos. Ciertamente, los que participan están entre los más identificados con la fe y con la Iglesia. Pero su procedencia y sus rasgos característicos pueden ayudar a comprender cómo la Iglesia acoge a una nueva generación.
Una elección personal
Por su cercanía a Madrid o por sus mayores posibilidades económicas, las tres cuartas partes de los peregrinos inscritos proceden de Europa y América del Norte, los dos continentes donde es más fuerte la presión de una sociedad secularizada. Para la mayoría de estos jóvenes la respuesta a la fe ha sido una elección personal, no algo culturalmente heredado. Aun los que nacieron en una familia católica han tenido que madurar su fe en un ambiente indiferente, cuando no hostil. Y otros han descubierto la fe por caminos que no tienen que ver con su familia ni con su educación.
Han crecido dentro de una cultura secular que les ha dejado insatisfechos, y les ha llevado a buscar en la fe el sentido de la vida. Por eso su actitud ante la religión no es polémica, sino de búsqueda. Y han descubierto a Jesucristo como Salvador y Amigo, a la Iglesia como Madre, y al Papa como una voz digna de confianza.
Es una generación más abierta a la propuesta religiosa, curiosa, disponible. Así se observa durante la JMJ en la alta participación en las catequesis por grupos lingüísticos.
Sería un error intentar catalogar su actitud de conservadora o progresista, de derechas o de izquierdas. Su religiosidad no tiene que ver con posturas ideológicas. Si son pro vida, contrarios a la violencia, defensores de la familia y del medio ambiente, es por su concepto de la dignidad humana.
Son ajenos también a las tensiones postconciliares, que nada les dicen. No son nostálgicos de un pasado que no han conocido, ni se dejan deslumbrar por la apertura a un mundo cuyas deficiencias han experimentado. De ahí que los movimientos disidentes en la Iglesia, que en vez de cambiar el mundo quieren adaptarse a él, no hayan encontrado eco entre la nueva generación de católicos.
Su modo de vivir la fe
En muchos casos los jóvenes tienen un conocimiento insuficiente de la fe, de modo que el Catecismo incluido en la mochila del peregrino les puede venir muy bien. Pero tampoco entran en polémicas doctrinales. Abrazan la ortodoxia propuesta por la Iglesia, aunque no lleguen a vivir bien el ideal cristiano.
En un mundo fragmentado, tienen a gala defender la identidad católica. De ahí esa naturalidad y hasta entusiasmo para proclamar su fe. El suyo es un catolicismo desacomplejado, sin reparos para manifestarse, con el crucifijo al cuello. En su deseo de buscar prácticas para expresar lo que sienten, redescubren devociones populares (cantos, via crucis, cirios encendidos…), que sus mayores abandonaron, o inventan otras nuevas.
Son hijos de su tiempo y, al haber crecido en una sociedad que privilegia las emociones, no es extraño que en su modo de vivir la fe tenga prioridad lo afectivo y la experiencia personal. Se sienten inclinados a participar en acontecimientos extraordinarios (peregrinaciones, la propia JMJ u otros viajes del Papa), con el riesgo de que luego influyan poco en su vida cotidiana.
La Iglesia cuenta con ello, y aprovecha esas ocasiones para sembrar, con la esperanza de los cambios duraderos. Lo decía el Papa a una pregunta de los periodistas en el avión: “En la siembra de la JMJ mucho se pierde y esto es humano. (…) No podemos decir que a partir de mañana recomienza un gran crecimiento de la Iglesia. Dios no actúa así. Crece en el silencio. Nosotros confiamos en este crecimiento silencioso”.
Algunos comentaristas presentan la JMJ como una oportunidad festiva más para los jóvenes. Pero es muy distinto estar tomando el sol en la playa que aguantar el agobiante calor varias horas en el agosto madrileño para estar con el Papa. Además, incluso en lo exterior hay signos que hacen pensar. Por fuera se ve la alegría, el espíritu de fiesta, los gritos y los cantos. Pero esto es compatible con la gran participación y el recogimiento en los actos religiosos (velas al Santísimo, via crucis, vigilias de oración…). ¡Esa impresionante multitud en silencio de adoración ante el Santísimo durante la vigilia en Cuatro Vientos! Y ahí se fragua ese “crecimiento silencioso”, para estar “arraigados en Cristo y firmes en la fe”. De ahí surgen las vocaciones y las conversiones, para las que la JMJ se han convertido en un terreno propicio.
En la Iglesia universal
En un mundo en que el creyente tiene que ir a menudo contra la corriente dominante, y puede sentirse aislado, la JMJ es un modo de fundirse en el universalismo católico. Los jóvenes confirman así su pertenencia a una Iglesia universal, sin barreras de cultura, de razas, de clases. Los distintos grupos van con sus banderas y signos de identidad, pero integrados dentro de la familia común. Y uno de los aspectos más atractivos es esta facilidad de sentirse unidos, en un clima de colaboración y respeto por las distintas sensibilidades en la Iglesia.
Esta fraternidad se expresa en un clima de entusiasmo. Pero este entusiasmo no es producto artificial de una manipulación desde arriba, como a veces sucede en movimientos ideológicos. Es algo que responde a una convicción personal, y que está influyendo en la Iglesia en una corriente de abajo-arriba. Con su energía juvenil, con su disponibilidad, con su receptividad, han influido en los planteamientos de la Jerarquía, que experimenta lo que realmente puede mover a los jóvenes.
Para transformar la sociedad
Entre los asistentes a la JMJ hay un núcleo duro de jóvenes católicos practicantes comprometidos; otros menos activos pero que creen y van a Misa; y otros quizá más motivados por el ambiente festivo y de amistad. No todos aprovecharán igual estos días. Pero de estos jóvenes pueden salir esas “minorías creativas” de que hablaba Ratzinger para influir en la sociedad y transformar la cultura.
Pues este catolicismo que expresan los jóvenes es una fe comprometida en la transformación de la sociedad y de la cultura. Ya desde su primer discurso en Madrid, Benedicto XVI confió en que sean los jóvenes los que evangelicen a otros jóvenes: “es urgente ayudar a los jóvenes discípulos de Jesús a permanecer firmes en la fe y a asumir la bella aventura de anunciarla y testimoniarla abiertamente con su propia vida. Un testimonio valiente y lleno de amor al hombre hermano, decidido y prudente a la vez, sin ocultar su propia identidad cristiana, en un clima de respetuosa convivencia con otras legítimas opciones y exigiendo al mismo tiempo el debido respeto a las propias”.
El propio clima de la JMJ ha sido ya un testimonio atractivo. Esos centenares de millares de jóvenes eran alegres sin crear tumultos, amables, dispuestos a ayudarse entre sí, entusiastas sin fanatismo, afectuosos sin vulgaridades, una juventud cuya valía solo se nota cuando forma una masa crítica. Y así lo reconocían los comentarios de muchos madrileños. Desde el camarero que se sorprende por la amabilidad de los peregrinos al policía que agradece su colaboración en el mantenimiento del orden. En Madrid los únicos incidentes con la policía los provocaron algunos protagonistas de una marcha anti-papa, que son el complemento parásito de estos eventos.
Tras el éxito de esta nueva JMJ, el reto es lograr que el compromiso que el Papa ha pedido a los jóvenes y que ellos han aceptado con entusiasmo, se concrete en su vida cotidiana al volver a sus países.