Podemos distinguir claramente entre conductas que ofenden y hieren a los demás y conductas que no hieren.
Entre las conductas que hieren psicológicamente a los demás están los gritos desaforados y descontrolados y los insultos. Su carga de agresividad se detecta fácilmente porque el fin es causar daño, dolor o desprecio el otro.
Expertos en el tema afirman que los humanos somos esencialmente distintos de los seres no humanos en lo que se refiere a la agresión, ya que el aprendizaje juega un papel muy importante en nuestra conducta agresiva.
La visión de objetos que van asociados con la violencia (cuchillos, pistolas) incrementan dicha conducta, y no menos la visión de un rostro desencajado lleno de furia y de odio, así como los gritos desaforados y los insultos repetidos por quien ha perdido el control de sí mismo.
Significado de los castigos
Todo castigo que incremente la frustración y el desprecio de uno mismo resulta ineficaz, pero más ineficaz resulta todavía convencerse de que la persona que castiga, grita o insulta lo único que pretende es satisfacer el odio que siente por nosotros haciéndonos mal de manera directa o indirecta, es decir, consiguiendo que nos sintamos seres despreciables.
Para la mayoría de los niños y adolescentes, una mirada furiosa, cargada de odio y de desprecio, así como las expresiones humillantes manifestadas en voz alta o a gritos, son el castigo más severo que se le puede aplicar. Su sistema nervioso queda impresionado y sobrecogido por la carga emotiva de esas expresiones insultantes y la imagen descontrolada y retorcida del rostro que acentúa y recalca dichas expresiones gritadas más que pronunciadas.
Puede producirse la sumisión y el sometimiento instantáneo o reacciones violentas del mismo signo y virulencia que las que está empleando la persona que grita e insulta de manera incontrolada y repetitiva. En estos casos las consecuencias psicológicas casi siempre son nefastas y dramáticas para el que al final pierde, que siempre es el niño o adolescente rebelado, que no supo callarse y someterse aguantando gritos, improperios e insultos de todo tipo.
A partir de ese momento es doblemente tachado de indeseable, insumiso e irrespetuoso por quien grita e insulta. Por una parte tiene el sentimiento de culpa por haberse rebelado contra el padre o la madre, y por otra se siente desgraciado rumiando sin cesar las expresiones de odio que a voz en grito le han repetido hasta la saciedad sus padres.
Vemos que, en cualquier caso, tanto si los gritos e insultos producen en el sujeto ofendido sumisión como si producen una reacción agresiva (calcada de la persona que humilla y ofende), lo que difícilmente producirán es la interiorización, es decir, la reflexión serena y convencida que le lleve a corregir su modo de proceder por convicción, que al fin y al cabo es el objetivo que se ha de lograr en la modificación de toda conducta negativa.
Conductas inadecuadas
Hay varias señales de alarma que indican que nuestras actitudes no son las adecuadas:
1. Pérdida de la naturalidad expresiva, la confianza y la comunicabilidad, de manera demasiado brusca.
2. Disminución del sentido del humor y de las expresiones desenfadadas y aumento rápido de la irritabilidad y, al mismo tiempo, regresión a la pasividad y abandono de responsabilidades.
3. Ausencia del respeto a los hijos, al tiempo que ellos nos imitan, elevando demasiado la voz y respetándonos poco o nada.
4. Transmisión al hijo de inseguridad y baja estima de sí mismo, que admite que es una calamidad como estudiante, como persona, etc.
Alternativas válidas
Acabamos de ver que la excesiva severidad, los comportamientos agresivos, las humillaciones, los insultos y el hacer que el niño se sienta como un ser despreciable, no son una manera eficaz, inteligente y humanitaria de modificar las conductas.
Ya hemos dicho en otro lugar que la buena conducta es algo que debe aprenderse, que no se adquiere de modo natural y que los niños aprenden a comportarse observando el ejemplo que reciben de sus padres, hermanos, parientes, vecinos, amigos y profesores.
También recordamos que la palabra «disciplina» significa aprendizaje y que mediante la buena disciplina es como debe enseñarse a los niños a comportarse de manera adecuada.
En cuanto a las características de una buena disciplina para que sea eficaz, es decir, para que eduque y haga posible la interiorización serena y voluntaria sobre la propia conducta que hay que corregir, la mayoría de los autores señalan las siguientes:
- Inmediata
- Coherente
- Segura
- De fácil aplicación
- Adecuada a la edad del niño
- Justa
- Positiva (ofrece ayuda y alternativa)
- No debe ser humillante ni conducir a la infravaloración o el autodesprecio
- Firme pero cargada de amor y comprensión
- Que no produzca distanciamiento en las relaciones de los padres con los hijos.
¿Cómo reprender?
En la práctica reprender no es discutir y se ha de hacer siempre en privado. El acto de reprensión no debe ser interrumpido, una vez iniciado, hasta haber completado todo el proceso de corrección.
Hay que procurar estar físicamente muy cerca del niño o del adolescente y expresar lo que se siente ante su mala conducta, con verdadero enfado. Se ha de reprender la conducta, pero no al niño. De manera muy clara hay que expresar lo enfadado que se está, pero sin gestos de odio, sin ira incontrolada y sin despreciar ni humillar. Esta reprensión y enfado deben ser bastante intensos, pero de corta duración. En ningún caso se ha de perseguir todo el día al niño o adolescente machacándolo por su conducta.
Una vez finalizada la reprensión se abraza al niño y, con rostro sonriente, se le anima a corregir su proceder en adelante. Se le invita a manifestar cómo se siente y a establecer un breve diálogo sobre lo ocurrido y lo que piensa hacer en el futuro para comportarse mejor.