Nos capacitamos para ser profesionales competitivos, para desarrollar ciertas habilidades, para aprender un idioma…
¿Y qué tanto nos capacitamos para ser padres dotados de herramientas educativas? Ser padre es una tarea apasionante pero a la vez retadora pues requiere del aprendizaje de destrezas que repercutirán directamente en la vida nuestros hijos.
Existen algunos principios básicos en la educación de los hijos, los cuales han sido claramente descritos por el autor Tomás Melendo en uno de sus libros*. A continuación citamos las ideas principales de cada principio, que lejos de ser “recetas” resultan ser sabias enseñanzas en el arte de educar.
1. Padres ejemplares…por amor. Mas enseña la vida, que cualquier teoría.
Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en especial la de aquellos que quieren y admiran, por eso decimos que los padres educan o deseducan con su ejemplo. Los padres coherentes controlan su enfado y no vuelcan su mal humor sobre el primero que encuentren en el camino. Saben que no hay mejor modo de enseñar algo a un niño que hacerlo con él o incluso antes de él. La situación contraria, es decir la incongruencia entre lo que se dice y lo que se vive, es uno de los mayores males que unos padres pueden hacer a sus hijos. No sobra decir que las normas del hogar las deben cumplir tanto los padres como los hijos.
2. Amar: animar y recompensar. Quererlos como son; es decir, como están llamados a ser; es decir mejor de lo que son.
Con las mejores intensiones muchos padres creen que conseguirán un cambio en sus hijos si les señalan lo que hacen mal. No obstante, la crítica refuerza todavía más el mal comportamiento que intentamos corregir. Si por una excesiva insistencia en sus defectos y una paralela ignorancia de lo que realiza bien, damos la impresión de que solo estamos con él para regañarle, seguirá actuando mal, incluso de forma inconsciente, con el único fin de llamar la atención.
Para inspirar en un niño una imagen positiva de sí mismo y habilidades sociales básicas, la clave es comunicarle que comprendemos sus sentimientos, pues le estamos comunicando que es aceptado incluso cuando está enfadado, asustado o triste. Esto le ayuda a sentirse bien consigo mismo, lo cual hace posible el crecimiento y el cambio positivo. Sin embargo debemos tener presente: aceptar sus sentimientos, pero no siempre su conducta. Si lo vemos caer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo.
3. La autoridad, manifestación de “buen amor”. Autoridad razonable y razonada.
Para educar no basta el cariño, el ánimo y el buen ejemplo. Hay que ejercer la autoridad, entendiéndola como un servicio, y explicar siempre que sea posible, y con la mayor brevedad, las razones que nos llevan a aconsejar, reprobar, prohibir o imponer una conducta. El autor Diego Macia nos dice muy acertadamente que “hoy es muy frecuente oír hablar de la desobediencia de los hijos, pero sería más adecuado hablar de la falta de autoridad de los padres”. Esa autoridad tan necesaria no puede estar basada en el “porque yo lo digo”. Los padres autoritarios producen primero temor y posteriormente rebeldía en sus hijos.
A menudo los padres provocamos inseguridad en nuestros hijos mediante una pedagogía tambaleante: reglas válidas hoy pero no mañana, límites que varían según el estado de ánimo, consecuencias con las que se amenaza pero nunca llegan. Los niños necesitan padres consecuentes, que sean estables, constantes y predecibles en sus reglas y decisiones. Un criterio básico en la educación del hogar es que deben existir muy pocas normas pero muy fundamentales. Esas normas siempre se debe lograr que se cumplan, y a la vez dejar libertad en todo lo que es opinable, así los gustos del hijo no coincidan con los nuestros.
4. Regañar y castigar, también como prueba de amor. Lo primero, el bien del hijo.
Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no humillante. Por tanto hay que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve y después cambiar el tema de conversación, teniendo en cuenta que las reprimendas gozan de escaso valor educativo. Antes de decidirse a imponer un castigo, conviene estar seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato. Convendrá también elegir el lugar y el momento para reprenderles, nunca un castigo ha de ser ni parecer un simple desahogo de nuestro mal humor, de nuestro cansancio, o de nuestro orgullo herido, por eso en ocasiones es preferible “salir de la escena” y esperar hasta recuperar el propio dominio para poder hablar con la debida serenidad y con mayor eficacia.
5. Formar la conciencia: amar lo bello y lo bueno. Interiorizar criterios
Nuestros hijos se mueven en un ambiente permanentemente bombardeado por ideales que no siempre coinciden con una visión adecuada del ser humano y por lo tanto es prioritario que ellos interioricen y hagan propios los criterios correctos, aprendiendo a distinguir lo bueno de lo malo y que tengan la fuerza de voluntad para llevar a cabo aquello que deben hacer por más de que les resulte molesto o costoso.
Es muy importante educar en positivo. Hacerles ver que vivir bien resulta mucho más atractivo y gozoso que actuar incorrectamente. De nuevo aquí sale a relucir la roca firme de nuestro ejemplo claro y constante. Para hacerles comprender a los hijos la moralidad de los actos hay que preguntarles con frecuencia el porqué de determinados comportamientos. Según sus respuestas se les hará ver la posible injusticia, soberbia o envidia que los ha motivado. Para formar la conciencia también puede ser útil comentar noticias o situaciones que vemos a diario en el ambiente. Finalmente, deben ponerse los medios para que los hijos vayan tomando gradualmente sus propias decisiones.
6. Amor equivocado, hijos malcriados. Los antojos… ¡para las embarazadas!
Se malcría a un hijo con desproporcionadas o muy frecuentes alabanzas, con indulgencias y condescendías respecto a sus antojos. Se maleduca también convirtiéndolo a menudo en el centro de interés de todos, y dejando que sea él quien determine las decisiones familiares. Un pequeño rodeado de excesiva atención y de concesiones inoportunas, una vez fuera del ámbito familiar, se convertirá, si posee un temperamento débil, en una persona tímida e incapaz de desenvolverse por sí misma. Si por el contrario tiene un temperamento fuerte, se transformará en un egoísta, capaz de servirse y aprovecharse de los otros… o de llevárselos por delante.
Frente a los caprichos de los niños, no hay que ceder: habrá simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismo, manteniendo una actitud serena, casi de desatención y al mismo tiempo, firme.
Cuando estamos en público, sentimos una presión adicional acerca del comportamiento de nuestros hijos, ya que ellos tienen que hacernos quedar bien. Algunos niños sienten esta presión y entonces suelen portarse mal a propósito para demostrarnos “no soy tu muñeco”. En estas situaciones públicas tan incómodas es esencial recordar que nuestro hijo es más importante que el extraño que nos mira, lo que nos permitirá centrar la atención en las necesidades del hijo, y no pretender aparecer como “un buen padre” ante los ojos de los demás.
7. Educar la libertad, por amor y para el amor. La verdadera libertad
La auténtica libertad consiste en querer el bien del otro, en amar. A veces cuesta mucho “soltar” a los hijos, pero en últimas el objetivo de nuestra educación es que ellos desarrollen sus propios recursos para confiar en sí mismos. Cuando la dependencia de los hijos respecto a sus padres se prolonga más allá de lo imprescindible se considera un “fracaso” en la educación. No podemos olvidar que ningún hijo es propiedad de los padres; se pertenece a sí mismo.
Educar en la libertad significa:
– Permitir y promover que los hijos se auto determinen y escojan entre varias posibilidades. Conceder con prudencia una creciente libertad los vuelve responsables.
– Ayudarles a distinguir lo que es bueno (para los demás y por ende para la propia felicidad).
– Animarles a elegir siempre por amor.
– Hacer un esfuerzo por confiar en la capacidad del hijo de decidir por sí mismo. (Nuestros pensamientos sobre el hijo confirman o limitan lo que ese hijo puede hacer).
*Adaptado del libro: «Todos educamos mal… pero unos peor que otros». Tomás Melendo Granados. Ediciones Internacionales Universitarias, S.A. Madrid 2008.