Cuando en casa hay un niño y una niña pequeños, la convivencia diaria se convierte en una escuela de vida. Entre risas, juegos, discusiones y reconciliaciones, los hermanos van aprendiendo lo que significa compartir, respetar y querer de verdad. Sin embargo, no todo ocurre de forma automática: las buenas relaciones entre hermanos se cultivan, se cuidan.
Los padres pueden propiciar momentos en los que ambos disfruten de estar juntos: leer un cuento, construir una torre con bloques, cocinar algo sencillo o cuidar una planta. Lo importante no es la actividad en sí, sino el clima que se genera: risas, cooperación, pequeñas victorias compartidas. Cada experiencia de juego es también una lección de convivencia.
Uno puede ser más tranquilo y reflexivo, la otra más inquieta y creativa. El error común es pensar que esas diferencias son un problema. Al contrario: son su mayor riqueza. Cuando los padres aprenden a decir “Tu hermano tiene una forma distinta de hacer las cosas, y eso también está bien”, enseñan el respeto por la diversidad, empezando por casa.
Las comparaciones, incluso las que parecen inofensivas (“Tu hermana es más ordenada”), siembran competencia donde debería haber cariño. Cada niño necesita sentirse querido por quien es, no por parecerse al otro. La clave está en elogiar los esfuerzos personales: “Qué bien lo hiciste tú hoy” o “Se nota que te esforzaste mucho”. Eso alimenta la autoestima y apaga los celos.
Peleas entre hermanos
Los desacuerdos entre hermanos son inevitables. Pero cada pelea es una oportunidad para enseñarles a dialogar, pedir perdón y perdonar. En lugar de imponer castigos inmediatos, puede ser mejor preguntar: “¿Qué pasó?”, “¿Qué podrías hacer diferente la próxima vez?”. Los niños aprenden más del ejemplo que del sermón.
Otra idea es que aunque compartir sea importante, también lo es tener momentos propios. Un rincón, un juguete especial o un tiempo a solas con mamá o papá ayuda a que cada uno se sienta valorado individualmente. Así, el cariño no se percibe como algo que hay que disputar, sino como algo que se multiplica.
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Juegos de equipo, tareas compartidas o retos en los que ambos deban colaborar (como ordenar juntos una habitación o preparar una sorpresa para los abuelos) fortalecen el vínculo y cambian el “yo gano, tú pierdes” por un “ganamos los dos”.
Celebrar los logros de cada uno es importante. Cuando uno consigue algo —aprender a montar en bicicleta, sacar buena nota o atreverse con algo difícil— es importante que el otro aprenda a alegrarse también. Ese hábito, sembrado desde pequeños, será la base de una relación sana, en la que el éxito del otro no despierta envidia, sino admiración.
El amor de los padres no se reparte entre los hijos: se multiplica. Ellos lo perciben en los gestos cotidianos, en la paciencia, en el tiempo dedicado a escuchar. Cada abrazo, cada mirada y cada palabra de aliento es una semilla de confianza que crecerá en la relación entre hermanos. La relación entre hermanos pequeños es un laboratorio de amor donde se aprenden las reglas más profundas de la vida en familia: respetar, esperar, pedir, perdonar y compartir. No se trata de que nunca discutan, sino de que aprendan —con nuestra guía— a quererse incluso cuando no piensan igual.
El amor entre hermanos, cuando se cultiva desde niños, se convierte con los años en una de las certezas más hermosas que una persona puede tener: “Nunca estuve solo; siempre tuve a mi hermano o a mi hermana caminando conmigo.”
Por LaFamilia.info
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