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Entre el pansexualismo y el sexo tabú: el pudor

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Imagen de prostooleh en Freepik

Muchos piensan que hasta mitad del siglo XX la sexualidad, mejor dicho, el sexo, era un tema tabú. Estaba casi prohibido hablar de él, incluso pensar en él. Y esta realidad estaba escondida, oculta, casi encerrada en una habitación oscura. Habría que analizar más a fondo tal idea, pero grosso modo, sin matizar mucho, el sexo, sobre todo en sus características más biológicas, eróticas y hedonistas, era tratado con cierto respeto.

A partir de la revolución sexual de mayo del 68, el péndulo se abalanzó hacia el lado contrario. En nuestra época podemos afirmar que estamos en el extremo contrario. El sexo parece ser el punto común, casi el principal, de la cultura, la publicidad, el arte, la conversación, la educación… Hasta la educación de los niños pequeños parece que debe estar hipersexualizada.

El sexo -y hablo de sexo y no de sexualidad- nos rodea por todas partes. Y en muchos casos hasta nos agobia, nos satura; el deseo de sexo pide más sexo, y al final sentimos que ese desenfreno sexual no satisface el corazón. A corto plazo parece darnos la felicidad, pero a medio y largo plazo anhelamos algo más profundo, más sentido. Queremos pasar del sexo al amor, a sentirnos amados y a amar a alguien. Y ese paso no es tan sencillo ni tan automático.

Creo que una clave para responder a este movimiento pendular extremista entre el sexo tabú y el pansexualismo está en la recuperación del pudor, el verdadero pudor. Pero ¿qué es el pudor? ¿Qué encierra esta palabra, tan despreciada como desconocida y malinterpretada?

Para unos el pudor es una vergüenza injustificada a exponer el cuerpo y sus caracteres sexuales o a trivializar y bromear con cualquier tema relacionado con el sexo. En cambio el pudor no es vergüenza sino respeto. Y no está motivado por el sexo en sí, por su fisicidad, sino por lo que esconde, por su profundidad e intimidad. Surge de valorar profundamente el sexo. Y como toda realidad valiosa, hay que cuidarla y protegerla.

Podríamos concluir citando a Carlos Beltramo, investigador del proyecto Educación de la Afectividad y Sexualidad Humana: “El pudor oculta cosas buenas, en cambio la vergüenza esconde cosas malas”.

Mi sexo, mi sexualidad, es algo valioso, tan valioso como mi intimidad. Y mi yo más íntimo no se lo regalo a cualquiera, ni me meto en la intimidad de cualquiera. Ciertamente, si yo no respeto y valoro mi cuerpo, tampoco respetaré y valoraré el cuerpo del otro. Lo consideraré simplemente como algo con lo que jugar y disfrutar, igual que el niño disfruta con un balón o el amante de los coches con un coche. Juego con ese “juguete” (cosa, animal o persona) y cuando me canso dejo el juguete en una esquina y busco un nuevo juguete.

San Juan Pablo II escribía en Amor y Responsabilidad que “el pudor no se refiere al bien mismo cuanto al hecho de exteriorizarse lo que debería permanecer oculto: es esa exteriorización lo que se experimenta como un mal”. Dicho en otras palabras, los órganos sexuales, y su exposición, no son buenos ni malos en sí mismos, sino por el significado, el sentido, la intimidad que ellos encierran.

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El pudor, en el fondo, es una forma de comunicación, comunicación de mi yo con el otro, y comunicación de mi yo con el mundo, con la sociedad. Y una de las revoluciones que todavía estamos asimilando es la “revolución de la comunicación”, comunicación virtual que no puede olvidar la comunicación corporal, presencial. Quizás las redes sociales están provocando una excesiva sobreexposición, perdiendo o trivializando nuestra propia intimidad. Y fruto de esta comunicación virtual minusvaloramos la intimidad y, consecuentemente, el pudor.

“El pudor sexual”, concluye San Juan Pablo II, “no es una huida frente al amor, es un medio para llegar hasta él”.

Por José Francisco Vaquero en ReL

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