Cuando eres padre de familia, especialmente si tus hijos están en plena adolescencia, el verano no siempre suena a descanso. Durante el curso escolar, todo está más o menos encajado: madrugones, deberes, actividades, cenas, duchas, cama. Cansado, sí, pero ordenado. El fin de semana es ese pequeño respiro de libertad. Pero en verano… todo se desordena.
El reloj pierde poder, los hijos ganan energía, y los días se estiran hasta el límite. Las rutinas saltan por los aires, y los padres pasamos de ser despertadores y profesores improvisados a interrogadores nocturnos y taxistas con tarifa emocional. La vida en familia se intensifica.
Y sin embargo, en medio de ese aparente caos, hay una oportunidad.
Una oportunidad para compartir más tiempo, aunque a veces con más fricción. Para educar con más calma, aunque exija más paciencia. Para mirar a los hijos con otros ojos, para observar cómo crecen cuando se les da espacio… y dirección. Porque el verano puede ser agotador, sí, pero también una preciosa escuela de vida.
Algunas familias han descubierto que compartir esta etapa con otras puede cambiarlo todo. Que pasar unos días al año rodeados de matrimonios con hijos de edades similares crea una especie de “microclima educativo” donde todo fluye mejor. Donde los adolescentes no se sienten los únicos “pringados” del verano, ni los únicos a los que sus padres ponen límites. Donde ven que hay otros chicos como ellos, con padres que también acompañan, exigen y educan.
Ese descubrimiento —ver que lo que vives en casa no es una excepción— es un regalo inmenso para un adolescente. Les da paz, seguridad y pertenencia. Y también alivia a los padres, que muchas veces se sienten solos en su esfuerzo.
En algunos lugares, esto se vive con fuerza: familias que repiten año tras año, verbenas y actividades compartidas, adolescentes que se divierten sanamente y que, sin darse cuenta, se empapan de una forma distinta de vivir. Pero no es necesario estar en un sitio concreto. Basta con una intención: buscar, al menos unos días, coincidir con otras familias con las que compartir el verano.
No se trata de hacer planes espectaculares. Basta una casa rural compartida, unos días de playa juntos, o turnarse para montar alguna actividad donde lo sano también sea divertido. Y donde vivir la fe y los valores en familia no sea una rareza, sino lo normal.
Sí, el verano puede ser agotador. Pero si hay compañía y un poco de creatividad, puede convertirse en un tiempo profundamente valioso.
Un tiempo de regalo. ¿Why not?
Por Mar Dorrio publicado en exaudi.org