En estos días nos disponemos a celebrar una de las fiestas más grandes y significativas de la cristiandad: la Navidad. Con ella, la humanidad hace memoria de un acontecimiento que transformó su historia para siempre: el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, fuente de esperanza, amor, reconciliación y paz.
La manera en que hoy recordamos este misterio tiene un origen profundamente espiritual. En el siglo XIII, exactamente en el año 1223, San Francisco de Asís, movido por su deseo de mostrar a un Dios cercano, compasivo y sensible al dolor humano, tuvo la inspiración de representar el nacimiento de Jesús de forma sencilla y viva. Acompañado de un asno, un buey y personas del pueblo, quiso acercar a toda la escena del Dios que se hace niño, humilde y frágil.
Esta iniciativa, nacida del corazón franciscano, se difundió con fuerza en las comunidades religiosas, recorrió Europa y llegó hasta América, convirtiéndose con el tiempo en una de las tradiciones más queridas y representativas de la Navidad: el pesebre.
Desde el sentido común, una tradición no es un simple acto repetitivo; es un signo, un mensaje vivo que recuerda un acontecimiento que dejó una huella profunda en la historia y en la fe. Por eso, la tradición transmite convicción, y esa convicción es la que no podemos permitirnos perder. En ella se mantiene viva la memoria del acontecimiento que trajo la redención al mundo.
Sin embargo, hoy muchos asumen el pesebre, el nacimiento o la novena al Niño Jesús con cierta indiferencia, como un simple elemento decorativo o una actividad lúdica para pasar el tiempo, reduciendo su significado a una fantasía infantil sin mayor trascendencia.
En una sociedad distraída por lo superficial y lo pasajero, es necesario recordar que la Iglesia, en su permanente misión evangelizadora, nos presenta el nacimiento de Jesús como una realidad siempre actual. Dios no es ajeno a la situación de la humanidad, ni a las dificultades de la sociedad, ni a los desafíos de nuestra patria. Él sigue haciéndose presente, cercano y comprometido con la vida del ser humano.
La convicción sigue viva en la tradición del pesebre navideño. La respuesta está en la actitud que asumimos al contemplar, observar y escuchar las maravillas de la Nochebuena, acontecidas en aquel pequeño pueblo de Judea llamado Belén.
Hoy, el pesebre donde quiere nacer el Dios hecho hombre es nuestro propio corazón.
***

Jesús Morales Pérez
Ayudo a jóvenes, adultos y familias a transformar sus desafíos emocionales en crecimiento personal. Psicólogo clínico, orientador familiar y conferencista. Autor del libro La fuerza de lo sencillo


