Por estos días, muchos vivimos con especial intensidad —y no pocas veces con ansiedad— la llegada del fin de año. El calendario se cierra, comienza otro, y con ello afloran preguntas, expectativas y temores.
La canción popular repite: “Año nuevo, vida nueva, más alegres los días serán”. Sin embargo, a pesar de los mensajes optimistas que se escuchan por doquier, en el corazón de muchas personas se perciben inconformidad, angustia y una ansiedad generalizada ante el inicio de un nuevo año.
Surge entonces una pregunta profundamente humana y existencial: ¿Qué me depara el futuro?
Basta observar a quienes nos rodean —al amigo, al vecino, incluso a nosotros mismos— para notar cómo intentamos defendernos de esta incertidumbre recurriendo a los llamados agüeros. La ropa interior amarilla puesta al revés, el trigo en el centro de la mesa, las doce uvas consumidas a medianoche, las maletas que dan la vuelta a la cuadra… y quién sabe cuántas prácticas más.
Sin duda, todo esto revela la angustia del ser humano frente a lo desconocido, frente a aquello que escapa a su control y que se convierte en una fuente constante de inquietud interior.
¿Qué me depara el futuro?
Ante este dilema, la Iglesia, columna y baluarte de la verdad, ofrece una respuesta clara y esperanzadora. A través de su Tradición, su Magisterio y su vida pastoral, nos presenta lo esencial: el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
Esa Buena Noticia, antigua y siempre nueva, que transformó vidas en las calles polvorientas de Jerusalén, sigue hoy tocando y sanando corazones, muchas veces heridos por la superficialidad y la fragilidad del mundo actual.
Por ello, la Iglesia insiste con sabiduría en la liturgia de la Palabra, en la lectura orante y la meditación del Evangelio. Allí encontramos una verdadera escuela de vida: aprender a vivir un día a la vez, confiar en la providencia divina, asumir con serenidad el presente y entregar a Dios nuestras cargas y preocupaciones. “A cada día le basta su propio afán”.
Son enseñanzas sencillas, pero profundamente transformadoras, capaces de sanar el alma y devolver la paz al corazón.
Esto, ciertamente, requiere ejercicio y perseverancia. Por eso es sensato y necesario entrenarnos en la piedad, en la oración y en la vida sacramental que la Iglesia nos propone.
La solución, querido lector, está al alcance de todos. Solo se requiere de nuestra decisión de vivir con mayor confianza, sensatez y apertura a Dios, fuente verdadera de la alegría y la paz.
Confiar el futuro a Dios es lo esencial.
Que el nuevo año que comienza sea verdaderamente feliz y venturoso, sostenido en la fe y en la confianza plena en el Señor.
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Jesús Morales Pérez
Ayudo a jóvenes, adultos y familias a transformar sus desafíos emocionales en crecimiento personal. Psicólogo clínico, orientador familiar y conferencista. Autor del libro La fuerza de lo sencillo



