La nueva tarea de la universidad

Alejandro Llano

Por utilizar una expresión del mexicano Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura, podríamos decir que el clima en el que se mueve la institución universitaria en este comienzo de siglo es el propio de un “tiempo nublado”.

Las luces y las sombras se alternan en un panorama cultural en el que, por una parte, el saber ha llegado a constituir la mercancía más preciada y, por otra, casi nadie parece interesado en investigar la naturaleza íntima de las cosas y ganar verdades firmes acerca de lo real.

Al parecer, se valora ahora más que nunca el conocimiento y la información, lo cual se traduce en una insólita proliferación de universidades públicas y privadas en todos los rincones del país. No hay región, provincia o comarca que no reivindique su condición de sede de Estudios Superiores. Mas el resultado de esa agitación localista y superficial recuerda demasiado el lúgubre diagnóstico que Ortega y Gasset hizo de la Universidad española en la tercera década del siglo pasado: “Cosa triste, inerte, opaca, casi sin vida”.

La ambigüedad de la situación se explica, a mi juicio, si se advierte que la universidad está siendo brutalmente instrumentalizada y que son muy pocos los que, dentro o fuera de ella, rompen una lanza para que recupere una autonomía que no sea meramente administrativa. La autarquía, la autosuficiencia auténtica, no es otra que la propia de la vida. Un ser vivo, lo dijeron los pensadores clásicos, es el que se mueve a sí mismo y es capaz de nacer, crecer, reproducirse y morir. ¿También morir? Sí, porque morirse, como dijo René Girard, es un rendimiento positivo de la vida, pues proporciona la gran oportunidad de convertirse a una existencia auténtica y dejar atrás, tal vez, todo un decurso mimético y mentiroso. Pero cuando una institución se limita a sobrevivir, se hace incapaz de distinguir entre la vitalidad y la moribundez.

Las instancias que instrumentalizan hoy a la Universidad son el Estado, el mercado y los medios de manipulación ideológica. Y lo que de ella demandan es que sea eficaz para lograr poder, dinero o influencia. A su vez, los gestores de la mayor parte de las Universidades se preocupan sobre todo de la prosperidad económica, de la eficiente organización material, de la abundancia y sofisticación de los aparatos que deberían servir a las nuevas tecnologías, de la altura profesional que logran escalar sus ex alumnos.. y sobre todo de mantenerse ellos mismos —sus partidos, sus empresas, sus equipos— en el vértice de tan problemáticas empresas.

Lo que brilla por su ausencia y contribuye a provocar la náusea del vacío es el olvido de la educación, que constituye el alma de la Universidad y no está regida por los parámetros de la eficacia sino por los de la fecundidad. Al estudiante se le considera como un cliente que paga su matrícula, engrosa las cifras de las estadísticas oficiales y recorre año a año el laberinto de planes de estudio cambiantes y siempre cambiados por disposiciones regionales, estatales o internacionales. A su vez, la investigación viene a ser sobre todo una magnitud cuantificable y cuantificada según procedimientos arcanos, inspirados casi siempre en las ciencias experimentales tal como se cultivan y difunden en las áreas culturales anglosajonas. Al profesor que se dedica plenamente a la enseñanza y a la libre indagación de la verdad se le mira con cierta conmiseración: no es capaz de hacer otra cosa.

Pues bien, la más urgente tarea de la Universidad en estos primeros pasos del nuevo siglo consiste en que el inminente peligro de trivialidad y sometimiento que acecha a la institución académica se convierta en una oportunidad única de replantear a sus fundamentos, sacar partido de la primacía del conocimiento sobre la producción en la nueva cultura postindustrial, y poner las nuevas tecnologías al servicio del florecimiento de la condición humana. Arduo cometido este de conseguir que la Universidad reencuentre su alma en una sociedad tan compleja y fragmentada como la nuestra.

El nuevo cometido de la Universidad estriba en centrarse en el factor decisivo de una renovada vitalidad: en las personas que piensan, que estudian, que enseñan, que aprenden, que investigan, que descubren. Si la Universidad es la institución que encauzó el progreso del saber en la cultura occidental, es precisamente porque en ella se advirtió lúcidamente que la persona representa la única fuente de innovaciones que acontecen en el mundo de la inteligencia. El lema materialista “la fuerza viene de abajo” presenta un leve inconveniente: es falso.

Lo más poderoso de este mundo no es el dinero, ni la presión social, ni las expectativas de éxito, ni las amenazas de marginación: ni siquiera la capacidad destructiva de los armamentos. (En estos meses estamos comprobando una vez más la astucia del viejo Talleyrand cuando decía que “con las bayonetas se puede hacer todo menos sentarse encima de ellas”). Lo más digno, lo más valioso, lo más potente, es junto con el amor el pensamiento.

“Esforcémonos, por tanto en pensar bien”, concluía Pascal. Y confesémoslo: si hoy existe algo políticamente incorrecto es precisamente el pensar por cuenta propia. Y si hay algo que resulte peligroso es expresar en público lo que libremente se ha pensado. Pensar está mal visto, la verdad. Pero –guste o no- la función de la Universidad es proporcionar un tierra natal al pensamiento, ofrecerle un suelo feraz, un ambiente propicio.

La fuerza de una Universidad no procede de sus recursos económicos, ni de sus apoyos políticos. El origen de su potencia se halla en la capacidad que sus miembros tengan de pensar con originalidad, con libertad, con energía creadora. Ciertamente, el fomento de tal disposición requiere unos imprescindibles medios materiales y un contexto favorable. Pero exige, sobre todo, que las personas que trabajan en la institución académica, o la apoyan con su ayuda y aliento, pongan en juego su capacidad de reflexión.

En la línea apuntada recientemente por Pierpaolo Donati, se trata de que cada Universidad entienda a fondo cuál es su especificidad, el valor añadido que puede aportar a la sociedad en la que vive, gracias a esos principios inspiradores que —según señaló MacIntyre— orientan a las diferentes empresas de indagación y de transmisión del saber.

Porque un peligro muy frecuente en todas las organizaciones es precisamente la falta de capacidad de reflexión, la pobreza que supone “hacer cosas” sin saber exactamente lo que se hace, o por qué se hacen de ese modo concreto, sin evaluar su fecundidad, sin analizar consecuencias y posibles métodos de mejora. Si en una Universidad se sabe quién soy y cuál es mi misión en el ámbito de la investigación y de la enseñanza, y se establecen sistemas para evaluar si lo que se está haciendo realmente se ajusta a la misión, entonces es fácil aclarar qué se debe hacer y cómo se puede hacer mejor. El proceso de evaluación lleva a conclusiones que pueden ser aplicadas inmediatamente: se trata de reintroducir continuamente el valor añadido que supone lo específico, para mejorar la propia actividad.

Nos acercamos así hacia Universidades diferenciadas, cada una de las cuales ha de poseer su propio carácter, su tradición investigadora y su cultura inconfundible. Lo cual en modo alguno está reñido con la libertad académica de cada uno de los profesores o investigadores. Con lo que la valoración de lo específico resulta incompatible es más bien con la presunta “neutralidad” de las Universidades, que conduce a una desertización intelectual en la que no florece nada.

Pretender que todas las Universidades estén cortadas por el mismo patrón equivale a relegar el pluralismo exigido por la configuración democrática de la sociedad, y constituye un modelo escasamente apto para el fomento de la capacidad de innovación que toda institución académica ha de aplicar también a su propia configuración vital.

Este es un temple, un ethos, que resulta incompatible con el pragmatismo, con el utilitarismo a ultranza que ha invadido muchas Universidades viejas y nuevas. A mí me provocan un hondo estado depresivo cuando las visito con la ilusión de encontrar en ellas un foco de dedicación al cultivo desinteresado del saber y un remanso de libertad académica. Se ha empequeñecido allí la amplitud del panorama, que ha dejado de ser universal para convertirse en localista o, todo lo más, en cosmopolita.

Ya no creen en la búsqueda de la verdad ni en la educación de los jóvenes estudiosos. En vez de hallar estos clásicos ideales universitarios con lo que quizá se tropieza uno es con el activismo y la banalidad de unas personas insignificantes, preocupadas exclusivamente de sus afanes de poder, de sus intereses económicos, de sus mínimas prepotencias y de su patético prestigio. Son escuelas profesionales de cuarto grado, sin libros y sin lectores, que no han montado siquiera bibliotecas, con la falsa excusa de que ahora “todo está en la Red”. (Cuando lo cierto es que en la famosa Red no se encuentra ni la milésima parte de aquello a lo que se puede acceder en una buena biblioteca). Son dependencias de la Administración pública, sucedáneos o chiringuitos, en los que el árbol de las ciencias no pasa de ser un metáfora vacía de sentido.

Parece que se han creído ese lema del que se ríe la gente en Italia, “la receta de las tres íes” propuesta por Silvio Belusconi para la enseñanza: inglés, informática e impresa. Estamos ante la ignorancia organizada eficientemente, tecnocráticamente orquestada y, por supuesto, bilingüe.

Volvamos a la alta valoración humanista y cristiana de todas y cada una de las personas, de donde toda innovación surge y a donde toda innovación retorna. Procuremos facilitarles sosiego, tiempo, motivación y medios para que se pongan a pensar, para que se paren a pensar, para que no se atengan cansinamente a las cosas tal como les vienen dadas, para que no se agosten en la trivialidad de los estereotipos, sino que consideren otros mundos posibles y miren la realidad desde perspectivas inéditas. Se trata de fomentar ámbitos estimulantes, en los que el estudio y la reflexión no vayan a contrapelo, como sucede casi siempre en aquellos ambientes donde se intenta evitar, por muy diversos medios, que se contemple la realidad y se medite sobre nuestra propia condición.

En las puertas de las Universidades debe figurar una clara prohibición de que entre en ellas cualquier intento de sectarismo, de politización, de pragmatismo de cortos vuelos, de presión desconsiderada, de autoritarismo, de actividades corruptoras por medio del poder, del dinero o de la fama. Lo que está en juego no es una especie de angelismo puritano sino la pura y simple libertad.

La acusación de ingenuidad que estas consideraciones suelen merecer se vuelve contra los cínicos que la formulan.

Lo que necesita este tiempo indigente no es echar más leña al fuego del positivismo desencantado, de las tecnologías agresoras del medioambiente, de unas ciencias sociales empeñadas en justificar desigualdades económicas que claman al Cielo. Este tiempo nuestro anhela en silencio encaminar toda la vida hacia la verdad y abrir caminos a la práctica de la justicia. Lo cual demanda, a su vez, una exigente educación en las virtudes y valores que confieren nobleza a las mujeres y los hombres que estén decididos a buscar una excelencia no egoísta.

Recuperar el valor de la verdad

En la sociedad de la información y del conocimiento, el valor por antonomasia debería ser la verdad. Y por eso lo más inquietante de una configuración social en la que el saber constituye su misma médula estriba en que la cuestión de la verdad se ha trivializado. Lo más grave no es que se mienta con demasiada frecuencia, sino que en cierto modo se viva de la mentira. Se da por supuesto que lo que se dice y se mantiene como cierto no es precisamente lo verdadero, sino lo plausible, lo conveniente, lo adecuado, lo admitido, lo correcto… La pretensión de orientar toda la vida hacia la verdad zarandeada en su momento por Nietzsche se considera utópica e, incluso, perjudicial. Porque mantenerla conduciría a posturas peligrosas, arrogantes, totalitarias e incluso fundamentalistas.

La verdad resulta arriesgada: es preciso sustituirla por variantes más ligeras y menos comprometidas. En la medida en que tal actitud prevalezca, los nuevos universitarios responderían a la descripción de Claudio Magris: “Emancipados con respecto a toda exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandiosamente exentos de resentimientos y prejuicios. La equivalencia y permutabilidad de los valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos los gestos y acontecimientos”.

Según mantiene Gianni Vattimo, el más conocido representante del “pensamiento débil” se trata de proceder a la reducción de todo valor de uso a valor de cambio. Liberados los valores de su radicación en una instancia última, todos se hacen equivalentes e intercambiables: cada valor se convierte en cualquier otro, todo se reduce a valor de cambio y queda cancelado todo valor de uso, toda peculiaridad inconfundible o insustituible. Economicismo y relativismo se dan la mano. Cualquier realidad se puede convertir en cualquier otra y adquiere de este modo la naturaleza del dinero, que puede ser permutado indiferentemente por cualquier cosa. La apoteosis del mecanismo de cambio, extendido a la vida entera, celebra la desposesión de la persona, a la que se arrebata radicalmente su dignidad.

Una situación de esta traza nos sitúa a los cristianos ante una tarea en cierto sentido previa a la nueva evangelización que nos viene pidiendo Juan Pablo II, con especial intensidad al comienzo de este nuevo milenio. Es el empeño por elaborar y difundir una cultura humanista, en la que se afirme la primacía del espíritu sobre la materia, del hombre sobre las cosas, de la ética sobre la técnica.

Y esta constituye una tarea ineludible de toda Universidad que pretenda mantenerse fiel a esas raíces cristianas que ahora se intentan sustraer de la identidad europea como por arte de prestidigitación. Porque pretender articular una visión cristiana de la persona y una concepción no relativista de la cultura sobre un enfoque economicista y pragmático de la sociedad constituye un notable ejercicio de incoherencia, al que personalmente no estoy dispuesto a contribuir en modo alguno.

Yo no me considero “globa1ófobo” ni tengo nada contra la economía de mercado y la libre empresa, pero no soy tan ingenuo como para pensar que la concepción neoliberal imperante está graciosamente exenta de connotaciones crudamente insolidarias y utilitaristas. Tampoco me resulta fácil admitir que la ideología neocon se dirija limpiamente al servicio de los ideales de la civilización occidental, y no más bien al provecho de intereses tantas veces inconfesables.

Y, desde luego, nunca he estado dispuesto a considerar que la Universidad es un medio para perpetuar el éxito económico de la alta burguesía, a través de la preparación técnica de su jóvenes retoños. Desde que soy alumno, y después como profesor, me he puesto siempre al servicio de causas perdidas, y he pasado de largo ante propuestas alienantes más productivas que la de preparar manuales y folletos ad usem delphini.

El advenimiento de la sociedad de la información y del conocimiento ha vuelto a situar en primer término la importancia del cultivo de las Humanidades. Porque el olvido de los saberes humanísticos conduce a la incomunicación, la incomunicación lleva al aislamiento, y el aislamiento al autismo social y a la docilidad que, al parecer, es de lo que se trata. La mejor manera de que nadie piense algo “políticamente incorrecto” por ejemplo, que hay tratar a los magrebíes como seres humanos y a los ecuatorianos como hermanos de estirpe es sencillamente que no se piense. Y así tendremos la paz de los cementerios y de las cárceles.

A mi juicio, resulta lamentable que una buena parte de las familias españolas tan permisivas en casi todo prohíban de hecho a sus hijos que lo desean el estudio de carreras humanísticas, porque temen que su futuro económico sea inferior al de los que siguen profesiones técnicas y administrativas. Parece que no le faltaba visión de futuro a Edmund Burke cuando anunció hace dos siglos que el dinero se iba a convertir en “el sustituto técnico de Dios”.

De hecho, la España actual llama la atención a sus visitantes por el extremado materialismo y el desbordamiento de su capacidad de consumo. Continuamos ejerciendo nuestra proverbial tendencia a irnos hacia los extremos, y durante esta última temporada no precisamente hacia la consabida banda de los “valores eternos”, sobre los que tanto se nos habló durante algunas décadas.

Por decirlo ya abruptamente, la apasionante tarea que tiene ante sí la Universidad actual es la de pensar, articular, proyectar y transmitir una nueva visión del hombre y del mundo que responda a la dignidad de la persona, que se abra al designio salvador de Dios, y que sea adecuada para encaminar una sociedad crecientemente mundializada hacia planteamientos más justos y equilibrados.

Es una labor de alto aliento, que exige la colaboración interdisciplinar de miles de investigadores y la educación esmerada de nuevas generaciones de jóvenes dispuestos a poner su talento al servicio de un objetivo que trascienda las reducidas metas del provecho individual. Se trata, indudablemente, de un empeño de alcance internacional que demanda una creciente comunicación entre equipos de estudiosos de los cinco continentes. Intercambio que hoy es posible gracias precisamente a la operatividad de las nuevas tecnologías de la información y del conocimiento. Sin olvidar que el impulso creativo, el progreso científico, lo logra originariamente el estudioso en solitario, con gran esfuerzo. Los equipos estimulan, organizan, coordinan o divulgan, suman lo que los investigadores aportan uno a uno. Ahora bien, sin el trabajo personal no hay investigación.

Sólo un planteamiento tan ambicioso está a la altura de la elevada exigencia que la propia idea de Universidad lleva consigo. Las instituciones que se conformen con propósitos más limitados deben situarse en otro nivel de la sociología del conocimiento, de acuerdo por ejemplo con la distinción anglosajona entre Universities y Colleges.

Para ser políticamente incorrecto de una buena vez, no me duelen prendas en mantener que las Universidades han de ser instituciones intelectualmente elitistas, a las que tengan acceso profesores y alumnos de verdadero talento, sin ningún tipo de discriminación económica, ideológica o social. Resulta patético que se hayan integrado en los Estudios Superiores especialidades de objetivos reductivamente aplicados, las cuales merecen por cierto todos los respetos y gozan habitualmente de buenas retribuciones económicas, pero que tienen poco o nada que ver con las Ciencias básicas y las Humanidades. Como no es menos lamentable que cada vez sean menos los jóvenes candidatos dispuestos a dedicar la vida al estudio de las Matemáticas, el Griego clásico, la Egiptología o la Física Teórica.

Ciertamente, la preparación profesional es uno de los objetivos de la Universidad, pero no el único ni siquiera el más importante. Una eficaz formación profesional sólo es posible en un ámbito en el que simultáneamente se cultiven los saberes sin proyección operativa inmediata. Porque únicamente así los profesionales que surjan de tales escuelas serán creativos, innovadores, capaces de trascender los hechos y salirse fuera de los supuestos.

Resulta, al cabo, que la nueva tarea de la Universidad está esencialmente vinculada con el cometido que tradicionalmente le compete, al mismo tiempo que ha de hacerse cargo de los nuevos retos y posibilidades que hoy se le presentan. Quizá el éxito histórico de la Universidad como institución responde a que en ella ha acontecido una síntesis entre tradición y progreso que le ha permitido avanzar sin perder lo ganado. La Universidad, con todas sus crisis y altibajos, ha acertado a conferir articulación comunitaria a la génesis y a la transmisión del saber, que ha sido y seguirá siendo su nueva y vieja tarea.

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