No son pocos los niños y niñas que en las aulas mixtas experimentan esa extraña sensación que sólo es capaz de producir el infantil, puro, inocente y atolondrado primer amor; reflejo de una madurez incipiente que lucha por sobreponerse a la tozuda infancia, empeñada en no marcharse, y que desequilibra y marea en la misma medida que atrae y fascina.
Aquellos que se encaminan al colegio con la esperanza del reencuentro, siquiera efímero y visual, con la que están seguros es su alma gemela. Aquellos que pierden la atención hacia la explicación por el embotamiento dulce y la tensión contenida que abriga la posibilidad de una mirada, una sonrisa disimulada.
Sin embargo, también hay niños y niñas ajenos a esa idílica imagen escolar. Muchachos incomprendidos, a los que se castiga inoportunamente, o se les medica de una hiperactividad inexistente, cuando se mueven de acuerdo con las coordenadas espaciales que les marca su cerebro inundado de testosterona y su imparable crecimiento muscular, tan diferente al de las niñas. Niños que se quedan atrás en lectura y escritura frente a unas niñas que con su misma edad parecen académicas de la lengua y que, tras ser reiteradamente calificados de zánganos, acaban por tirar la toalla convencidos de que estudiar «es cosa de chicas». Niños que lejos de enamorarse, aborrecen a esas marisabidillas que les superan en madurez.
También hay niñas que se sienten abrumadas por la presencia masculina, molestas por los chicotes que las atosigan y revolucionan el ambiente con su constante activismo. Muchas adolescentes preferirían no tener que compartir aula con los muchachos durante esos años de cambio corporal y personal en los que, no gustándose a sí mismas, se obsesionan con agradar a los demás, lo que las agota y desequilibra. Niñas que, en lugar del amor romántico de la pubertad, sufren faltas de respeto, lo que las desconcierta, humilla, les quita el sueño y no les permite concentrarse en los estudios.
Ellas lo que quieren es volver a ser princesas, valoradas por su inaccesibilidad, deseadas por su impenetrabilidad, amadas por su aparente fragilidad. Ser tratadas con respeto, reverencia, cariño y suavidad. Todo lo que exige su feminidad. Esto las ayuda a elevar su autoestima y superar cualquier meta personal.
Ellos lo que quieren es volver a ser héroes, valorados por superar obstáculos, luchar sin desfallecer por lo que merece la pena, competir por lo que aman… y ganar.
Ellas necesitan sentirse aceptadas y queridas. Ellos, admirados y respetados. Ellas quieren ser Penélope, mujer inalcanzable por sus pretendientes, capaz de esperar años a su verdadero amor. Ellos quieren ser Odiseo, luchador incansable que superó mil batallas, la distancia y el tiempo para volver con su amada. Ellas quieren ser Hero, y ellos Leandro, el joven que por el amor de aquella cruzaba cada noche a nado el estrecho atenazado por olas salvajes.
Ya no quieren ser de género neutro, sino niños y niñas, cuya feminidad y masculinidad reclaman un reconocimiento y una atención especial. Necesitan reubicarse en un mundo en el que el sexo sea un elemento esencial constitutivo de la persona, y no algo que se hace y se consume desde muy temprana edad. Y así configurar, sin prisas, sin traumas, sin absurdos prejuicios del pasado, una personalidad plena, como hombre y como mujer, madura, responsable, libre y, en definitiva, feliz.