Con motivo del regreso al colegio vale hacer una reflexión sobre la labor educativa. Las instituciones, los profesores y los padres somos conscientes de la responsabilidad que tenemos al participar, de una manera u otra, en la formación de las próximas generaciones.
Actualmente, por el pragmatismo que nos inunda, parece que lo prioritario, y casi lo único importante, es conseguir que los hijos tengan buenas calificaciones en los exámenes, sepan idiomas y, a ser posible, practiquen un deporte o toquen un instrumento musical. Todo esto está muy bien, pero es incompleto; falta lo más importante: su educación como personas.
Es bueno el afán por ser cada vez más eficaces en la transmisión de conocimientos, pero no basta. Si miramos el diccionario veremos que educar abarca algo más: es «desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios y ejemplos, etcétera». Es decir, la labor educativa es más amplia que la puramente intelectual y en esta tarea debemos estar todos comprometidos, tanto los padres, como los profesores y los alumnos.
Los padres son los primeros responsables de educar a sus hijos y, sin embargo, a veces parece que lo olvidamos. Hoy en muchas familias el padre y la madre trabajan fuera de casa, los niños están desde una edad muy temprana en el colegio y sin querer se acaba por delegar en los profesores muchas funciones no estrictamente académicas; por ejemplo, enseñarles a comer, a comportarse, a ser ordenados, etcétera.
Es cierto que también en esto el colegio es una gran ayuda, pero sin perder de vista que es una tarea que corresponde primeramente a los padres. Ellos han de ser los más interesados en educar en valores como la solidaridad, el respeto, la justicia, la igualdad, etcétera. ¿Quién no quiere que su hijo sea una persona leal, honrada, generosa, sincera, trabajadora… en definitiva, que sea feliz? Ahora bien, esto requiere un esfuerzo, ya que los hábitos sólo se adquieren si sabemos animar, exigir y corregir una y otra vez, sin cansarse, hasta lograrlo.
Profesor, figura clave
Hablando ahora de la labor del profesor, estaremos de acuerdo en que es una figura clave en la educación. Se pone bajo su cuidado algo enormemente valioso y se le pide entrega y dedicación. Es una cuestión vital recuperar el prestigio y la autoridad que han tenido siempre los buenos maestros. Una persona tiene autoridad cuando se reconoce socialmente su saber y su valor. Ante los alumnos la autoridad hay que saber ganársela con el hacer diario en el aula, en los pasillos y en la relación con los padres en las tutorías y reuniones. Los profesores lo sabemos y procuramos actuar en consecuencia, pero necesitamos también y agradecemos el respaldo de quienes nos han confiado esa labor: los padres, las autoridades educativas y, en definitiva, toda la sociedad.
Hoy se habla de la importancia de tener buenos modelos. Cualquier profesor o profesora, lo quiera o no, imparta una materia u otra, pasa muchas horas delante de sus alumnos y su ejemplo puede ser muy valioso. Hace unos años la directora de un ‘berritzegune’ hacía una reflexión en esta línea a los directores de los colegios de su zona. De cara al nuevo curso proponía trabajar en cómo transmitir, qué medios utilizar y qué experiencias se podían compartir para educar correctamente en las virtudes y los valores, pero en esa misma reunión hacía ver que eso conllevaba un compromiso personal, ya que no se puede enseñar estas cosas sin ir por delante.
Los profesores debemos dar ejemplo de las virtudes que queremos transmitir a los alumnos. Evidentemente esta necesidad de ser modelos vale también para los padres. Familia y colegio deben trabajar unidos.
Sacar de cada alumno lo mejor
Por último hemos de hablar también de los alumnos. Todo el empeño que se ponga desde los distintos ámbitos será baldío si ellos no colaboran y esto exige dos cosas: que estén motivados y que sepan exigirse. Para motivar hay que conocer bien al alumno y saber cuáles son sus puntos fuertes, porque todos los tienen.
Howard Gardner, el padre de la teoría de las inteligencias múltiples, sostiene que la inteligencia no se mide sólo por unos parámetros restringidos sino que tiene muchas facetas: cognoscitiva, emocional, plástica y visual, etcétera. Una de las consecuencias de la aplicación de esta teoría al mundo escolar es el esfuerzo por sacar de cada alumno lo mejor de sí mismo y para eso tenemos que descubrir cuál es su inteligencia dominante para, a través de ella, conseguir una mayor motivación y la autoestima necesaria.
Lo puede faltar tampoco, como hemos dicho, el esfuerzo del estudiante. El que quiere conseguir unas metas altas se exige y se priva de muchas cosas. Un buen deportista no sólo se entrena, cuida también su alimentación y su descanso, y muchas veces no hace lo que le apetece, aunque le cueste. También el estudiante que aspira a los mejores resultados intelectuales y humanos ha de conseguir esa unidad. Unidad que por desgracia les falta a algunos jóvenes brillantes. Dedican cinco días al trabajo y al estudio y pasan el fin de semana sin otro objetivo que ‘el botellón’. Así no se puede llegar muy lejos, se puede ir tirando, pero nada más.
No hemos de tener miedo a plantear a los jóvenes metas exigentes. Los alumnos llegarán tan alto como nosotros se lo propongamos, ya que son capaces de sacrificarse por lo que vale la pena. Todo dependerá del objetivo que les señalemos, que estará en relación con la confianza que tengamos en ellos. Benedicto XVI ha reunido a una multitud de jóvenes que acudieron a Colonia, y ellos sabían que no les iba a poner las cosas fáciles. Tal vez sea un buen ejemplo ahora que comienza el nuevo curso académico.