El problema no es el celibato

Javier Abad Gómez
08.06.2009

¿Se puede vivir hoy el celibato? ¿Se puede ofrecer como alternativa de amor a un hombre o a una mujer moderna? ¿Es razonable o es locura hablar del celibato ahora, en el siglo XXI? La respuesta obvia es la siguiente: son centenares de miles las personas que encuentran hoy la felicidad en el celibato cristiano. Es la simple observación de un hecho indiscutible. Pese a todas las advertencias freudianas y a las publicaciones acerca del comportamiento sexual escandaloso, tanto dentro como fuera de la Iglesia, tanto entre sacerdotes como entre personas casadas, hay millares de personas normales que actualmente viven célibes, se sienten interiormente libres y aman con un amor fuerte, valiente, rebelde. Sin embargo, viene bien plantearse las razones por las que surgió el celibato en la Iglesia Católica y cuál es su significado y justificación en el mundo actual.

En primer lugar, cabría aclarar un equívoco. La pregunta: ¿por qué no se casan los curas?, está mal formulada. Lo correcto sería preguntar: ¿por qué la Iglesia no ordena sacerdotes a hombres casados? Porque nunca se casaron los sacerdotes y, si nos atenemos a los datos que brinda el Evangelio, del único que sabemos que estuvo casado es de San Pedro, porque se menciona a su suegra. Los apóstoles abandonaron todo para seguir al Señor y, desde temprano, muchos de los que se consagraban al servicio de la comunidad cristiana lo hacían en estado de virginidad. Hubo también, en esta primera fase de propagación y de desarrollo del cristianismo, todavía en vías de organización y, por decirlo así, de experimentación, hombres casados que fueron sacerdotes, elegidos y ordenados siguiendo la tradición judaica.

Asimismo, en las Iglesias orientales, no se casan los sacerdotes, aunque sí se pueden ordenar legítimamente personas casadas, según su derecho canónico. Pero los obispos, y un buen número de sacerdotes, viven célibes. La diferencia de disciplina se explica por el hecho de que la continencia perfecta no pertenece a la esencia del sacerdocio. Incluso hoy, dentro de la Iglesia Católica Romana hay sacerdotes casados que proceden de la Iglesia Anglicana o de otras confesiones cristianas, en las cuales vivían en matrimonio. Son conversos que han pedido ser admitidos en la Iglesia Católica y esta los acoge en la totalidad de su condición.

Con todo, la Iglesia católica no duda sobre la conveniencia del celibato y su congruencia con las exigencias del orden sagrado. Jesús no promulgó una ley al respecto, pero sí propuso el ideal del celibato para el nuevo sacerdocio que instituía. Ideal que, basándose en la experiencia y en la reflexión, se ha afirmado cada vez más en la Iglesia, como el que mejor corresponde a los consejos que el Señor propuso. No se trata sólo de un hecho jurídico y disciplinar canónico: es la maduración de una conciencia eclesial sobre su oportunidad por razones, no sólo históricas y prácticas, sino también derivadas de la congruencia, captada cada vez mejor, entre el celibato y las exigencias del sacerdocio.

Es una especie de desafío que la Iglesia lanza a la mentalidad, a las tendencias y a las seducciones de este siglo, con una voluntad cada vez más renovada de coherencia y de fidelidad al ideal evangélico. La Iglesia considera que la conciencia de consagración total, madurada a lo largo de los siglos sigue teniendo razón de subsistir y de perfeccionarse cada vez más. No se trata tampoco de una disciplina de orden práctico, para dedicar el tiempo en exclusiva al servicio del culto y a la atención del prójimo. Se trata de un testimonio de vida, de una existencia que, por amor, se juega todo a la carta de Dios.

Impresiona, por otro lado, constatar cómo los tiempos de crisis del celibato coinciden con tiempos de crisis del matrimonio. Son los dos sacramentos de la Iglesia que tienen que ver con la generación de la vida: de la vida humana y de la vida sobrenatural. Actualmente no sólo se ven grietas en el celibato; también el matrimonio como fundamento de la sociedad es cada vez más frágil y el esfuerzo por vivir bien la relación conyugal no es menos pequeño. El matrimonio para los sacerdotes no arregla los problemas. Si se aboliera el celibato pasaríamos, en la práctica, a la separación de matrimonios de sacerdotes y se tendría que lidiar por añadidura, con el nuevo problema que implicarían los curas divorciados. Cuando una fidelidad no es posible, la otra tampoco lo es: una lealtad conduce a otra.

En cualquier caso la elección para que sea válida, ha de ser plenamente libre. Es importante saber que antes de la ordenación el futuro sacerdote, pasa por un período de discernimiento que dura por lo menos ocho años. Al término de los cuales afirma, bajo juramento, que asume el estado clerical – incluyendo el celibato – libremente, es decir, porque le da la gana. A nadie se le impone ni, mucho menos, se le obliga a adoptarlo como forma de vida. El sacerdote vive célibe, desde el principio, por una palabra dada, y se fortalece en la fe y en la oración, la única que puede sostenerlo en su decisión a lo largo de la vida. Lo que sí se reclama es que, una vez asumido, se permanezca fiel al compromiso. Incluso, la puerta está abierta para que, quien no se vea en capacidad de vivirlo, pida la dimisión. Nadie puede ser sometido a sobrellevar una obligación más allá de su fuerza de espíritu o su carácter. Si es incapaz de hacerlo, que se dedique a otra causa. Lo deshonesto es traicionar la palabra dada, engañar a la comunidad religiosa y a los fieles, llevar una doble vida en contra de los principios morales que, en teoría, proclama. Es cuestión de hombría de bien, de lealtad, que es un valor humano apreciable.

Partiría de una premisa equivocada quien aspirara al sacerdocio pensando que, en el fondo, no le interesan las mujeres, o que su preferencia sexual no está del todo definida y que por tanto el celibato no le significaría mayor problema. Condición para la ordenación de un sacerdote es ser hombre viril, en todo el sentido de la palabra. Virilidad que se traduce en madurez afectiva y plena salud en el funcionamiento de sus órganos sexuales. El sacerdocio no es refugio de débiles emocionales, ni lugar para encubrir pervertidos sexuales, ni para quienes tienen problemas a la hora de definir su identidad.

Lo que sorprende es la insistencia en que la Iglesia, debería suprimir la imposición del celibato sacerdotal. Es una conclusión equivocada. En primer lugar, porque la Iglesia no impone el celibato a nadie. Hacerlo sería un ultraje al derecho natural. Cada persona es libre de elegir su propio estado de vida y sólo tiene que responder ante Dios de su elección. Otra cosa es que la Iglesia contemple, en su sabiduría, entre las señales de vocación sacerdotal, la previa recepción del don del celibato. El celibato, que tantos sacerdotes amamos y que constituye una fuente de felicidad, no es una carga, sino un don de Dios, que lleva anejas las gracias para ser vivido con altura y generosidad. Estamos aquí ante un nuevo orden de ideas: el sobrenatural y esto es lo que, quizás, muchos no logran entender.

Otro equívoco es la relación que se quiere establecer entre el celibato y los desahogos de carácter sexual, incluso aberrante. El problema no es el celibato, sino la infidelidad. Y esto afecto tanto a sacerdotes como a personas casadas. El día que los paparazzi persigan a los maridos infieles para mostrar sus debilidades, quizás no tendrían noticieros y periódicos otro tema qué tratar. Y esto, dicho con dolor, porque la lealtad y la fidelidad son virtudes humanas, necesarias en toda sociedad civilizada. Ante los casos recientes cabría decir, con todo respeto, que una persona que se niega a cumplir obligaciones asumidas libremente, está haciendo traición a su conciencia y a su hombría de bien. Y hace mejor si pide honestamente la dimisión a su ministerio, aunque el carácter sacerdotal, nunca lo perderá. Quienes critican el celibato y piden a gritos que la Iglesia se adapte a los supuestos dictados de la historia, no lo hacen por amor a la Institución sino por ignorancia de las cosas del espíritu y del servicio a Dios. Pero la Iglesia, no puede ser sujeto de modificaciones basadas en las veleidades de unos pocos. Y no se puede señalar a la Iglesia como la culpable de sus debilidades. Ni se le debe reclamar que ofrezca una disciplina Light para acomodarla a las flaquezas humanas o mundanas.

Autor
Javier Abad Gómez
javier.abad.gomez@gmail.com

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