«No tienes que decirme todo lo mala que soy; no quieras cambiarme, ¡ámame!».
Cuántas peleas y discusiones podríamos evitarnos si tuviésemos siempre ante nuestra mirada, con lucidez y claridad, que el amor genuino no busca cambiar al otro. Lo ama tal y como es, y en amarle también con sus defectos está justamente la grandeza y autenticidad de ese amor.
Esos defectos y durezas de mi cónyuge tienen que constituir una plataforma sobre la que yo me levante y pueda dar un salto a la santidad, perfeccionando mi amor como el que describe San Pablo en la primera carta a los corintios: un amor paciente y bondadoso que no toma en cuenta el mal y que todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta. Si no es este amor con el que amo, ¿es amor lo que estoy dando? Además esa potente promesa que expresamos en el día de la boda de amar en la enfermedad cobra todo su sentido ante las imperfecciones de mi cónyuge. No siempre necesito de su respuesta amorosa para poder amarle. Ahí, cuando no puede o no sabe amarme, es cuando más vulnerable se encuentra y más de mi paciencia, comprensión, dulzura y detalles necesita. A esto se refiere «en la enfermedad».
No es necesario que queramos cambiar a nuestro cónyuge, basta con amarlo bien y sentirse amado es lo que lo invita y le da fuerzas para que progrese.
Cuando ambos esposos viven con esta conciencia progresarán mutuamente y ellos y sus hijos experimentarán potentemente la dicha de vivir. Amemos a nuestros cónyuges genuinamente y cumplamos la promesa de amarle en la enfermedad.
Nadie mejora o se perfecciona recibiendo el látigo cotidiano de los reproches.
Así que si quieres amar bien a tu pareja, primero ora intensamente por ella, y luego refuérzala, es decir, elógiala, ayúdala.
*Víctor Hugo Marín Carvajal. Máster en Ciencias para la familia y el matrimonio. Estudios superiores en Espiritualidad Eclesial y Humanidades Clásicas.