El Ángel Custodio
La existencia de los Ángeles Custodios es una verdad, continuamente profesada por la Iglesia, que forma parte desde siempre del tesoro de piedad y de doctrina del pueblo cristiano. Estos Ángeles, explica el citado Catecismo, «no han sido enviados solamente en algún caso particular, sino que han sido designados desde nuestro nacimiento para nuestro cuidado, y constituidos para defensa de la salvación de cada uno de los hombres» (n. 6). Jesucristo mismo dijo a sus discípulos: «Mirad que no despreciéis a alguno de estos pequeñuelos, porque os hago saber que sus Ángeles en los cielos están siempre viendo el rostro de mi Padre celestial» (Mat. 18, 10).
Es preciso invocarlos
A pesar de la gran perfección de su naturaleza espiritual elevada perfectísimamente al orden de la gracia, los Angeles no tienen el poder de Dios ni su sabiduría infinita. Como explica Santo Tomás, no pueden leer en el interior de las conciencias (Summa Theologica, 1, 57, 4 ad 31). Es preciso, por tanto que les demos a conocer de algún modo nuestras necesidades. Como su permanencia a nuestro lado es continua y con su inteligencia penetra de modo agudísimo en lo que expresamos, ni siquiera es preciso articular palabras: basta que mentalmente le hablemos para que nos entienda, e incluso para que llegue a deducir de nuestro interior más de lo que nosotros mismos somos capaces.
Por eso es tan recomendable tener un trato de amistad con el Ángel de la guarda. «Ten confianza con tu Ángel Custodio.-Trátalo como un entrañable amigo-lo es- y él sabrá hacerte mil servicios en los asuntos ordinarios cada día». (Camino, n. 562).
También podemos relacionarnos con los Angeles Custodios de los demás, para ayudarles en su tarea de conducir al Cielo a esas almas. «Gánate al Ángel Custodio de aquel a quien quieras traer a tu apostolado. -Es siempre un gran «cómplice» (Camino, n. 563).Esa complicidad-ordenada y querida por Dios-se extiende a todas las acciones con que hemos de ganar el Cielo para nosotros y para otras almas.
Angeles de las comunidades sociales
« Dios mandará a sus ángeles, para que protejan al justo en todos sus caminos», leemos en el Antiguo Testamento (Ps.90,11) Es opinión común de los teólogos, sólidamente fundada en Sagrada Escritura, en los escritos de los Santos Padres y en liturgia de la Iglesia, la creencia de que los Angeles Custodios no sólo cuidan de cada alma en particular, sino que extienden su patrocinio a los cuerpos sociales-países, corporaciones, ciudades, personas morales, etc.-, velando para que los lazos que unen a sus miembros no les aparten de la felicidad eterna, y para que los fines corporativos de las distintas comunidades sociales, aun de aquellas nacidas para la consecución de un bien natural se encaminen en último término al fin sobrenatural común a todos, que es Dios. Los Angeles y la Sagrada Eucaristía. La piedad cristiana considera desde antiguo que allí donde se encuentra reservada la Santísima Eucaristía hay Angeles adorando constantemente a Jesucristo Sacramentado.
La tradición cristiana describe a los Angeles Custodios como a unos grandes amigos, puestos por Dios al lado de cada hombre, para que le acompañen en sus caminos. Y por eso nos invita a tratarlos, a acudir a ellos. Los cristianos hemos de practicar y difundir la devoción a los Santos Angeles Custodios, de tanta raigambre en la Iglesia: para que el Ángel Custodio, que nos acompaña siempre, contribuya a mantener en todas nuestras acciones la unidad de vida, nos proteja, interceda por nosotros, y sea siempre el más poderoso aliado en la tarea de nuestra santificación personal y en el apostolado. Como reza la oración dirigida a San Miguel, en las fiestas litúrgicas que le dedica el Misal romano, Santos Angeles Custodios: defendednos en la batalla, para que no perezcamos en el tremendo Juicio.
Valiosos consejeros celestes
Los Ángeles de la Guarda son nuestros consejeros, inspirándonos santos deseos y buenos propósitos. Evidentemente, lo hacen en el interior de nuestras almas, si bien que, como vimos, hayan existido almas santas que merecieron de ellos recibir visiblemente celestiales consejos.
Cuando Santa Juana De Arco, aún niña, guardaba su rebaño, oyó una voz que la llamaba: «Jeanne! Jeanne!» ¿Quien podría ser, en aquél lugar tan yermo? Ella se vio entonces envuelta en una luz brillantísima, en el medio de la cual estaba un Ángel de trazos nobles y apacibles, rodeado de otros seres angélicos que miraban a la niña con complacencia. «Jeanne», le dice al Ángel, «sé buena y piadosa, ama a Dios y visita frecuentemente sus santuarios». Y desapareció. Juana, inflamada de amor de Dios, hizo entonces el voto de virginidad perpetua. El Ángel se le apareció otras veces para aconsejarla, y cuando la dejaba, ella quedaba tan triste que lloraba .
El desvelo de nuestro Ángel de la Guarda para con nosotros está bien expresado por el Profeta David en el Salmo 90: «El mal no vendrá sobre ti, y el flagelo no se aproximará a tu tienda. Porque mandó [Dios] a sus Ángeles en tu favor, para que te guarden en todos tus caminos. Ellos te elevarán en sus manos, para que tu pié no tropiece con alguna piedra» (Sl. 90, 10-12).
Ejemplos de su poder
Innumerables son los ejemplos del poderoso auxilio de los Ángeles en la vida de los Santos. Santa Hildegonde, alemana (+ 1186), habiendo ido en peregrinación a Jerusalén con su padre y falleciendo éste en el camino, fue frecuentemente socorrida por su Ángel. Cierto día, cuando viajaba camino a Roma, fue asaltada y abandonada como muerta. Apenas pudo lograr levantarse, y vio surgir a su Ángel en un caballo blanco. Éste ayudó cuidadosamente a su protegida a montar, y la condujo hasta Verona. Allá, se despidió de ella diciendo: «Yo seré tu defensor donde quiera que vayas».
Santa Hildegonde podría aplicar a sí misma el siguiente comentario de San Bernardo al Salmo arriba citado: «¡Cuán gran reverencia, devoción y confianza deben causar en tu pecho las palabras del profeta real! La reverencia por la presencia de los Ángeles, la devoción por su benevolencia, y la confianza por la guarda que tienen de ti.
Mira vivir con recato donde están presentes los Ángeles, porque Dios los mandó para que te acompañen y asistan en todos tus caminos; en cualquier posada y en cualquier rincón, ten reverencia y respeto a tu Ángel, y no cometas delante de él lo que no osarías hacer estando yo en tu presencia». San Buenaventura afirma: «El santo Ángel es un fiel paraninfo conocedor del amor recíproco existente entre Dios y el alma, y no tiene envidia, porque no busca su gloria, sino la de su Señor». Agrega que la cosa más importante y principal «es la obediencia que debemos tener a nuestros santos Ángeles, oyendo sus voces interiores y saludables consejos, como de tutores, curadores, maestros, guías, defensores y mediadores nuestros, así en el huir de la culpa del pecado, como en el abrazar la virtud y crecer en toda perfección y en el amor santo del Señor».
Bienaventurado Agustín escribe: «Los Angeles con gran dedicación y diligencia, permanecen con nosotros a toda hora y en todo lugar, nos ayudan, piensan en nuestras necesidades, sirven de intermediarios entre nosotros y Dios, elevando a El nuestras quejas y suspiros… Nos acompañan en todos nuestros caminos, entran y salen con nosotros, observando como nos comportamos entre ese genero engañoso y con que empeño deseamos y buscamos al Reino de Dios.» Un pensamiento semejante tiene San Basilio el Grande: «Con cada fiel hay un Ángel, quien como niñera o pastor dirige su vida» y para demostración cita las palabras de David, el cantor de los Salmos: «A sus Angeles dirá sobre ti – que te protegen en todos caminos tuyos…» «Ángel del Señor hará guardia alrededor de los que Le temen y los ayudará» (Sal. 90:11, 33:8).
El Obispo Feofan el Ermitaño enseña: «Hay que recordar, que tenemos a un Ángel Guardián y dirigirse a El con pensamiento y corazón – en nuestra vida normal y especialmente cuando ésta se agita. Si no nos dirigimos a El, el Ángel no puede aconsejarnos. Cuando alguien se dirige a un abismo ó pantano con ojos cerrados y los oídos tapados – como es posible de ayudarle?»
El Alma reconoce a su Angle Guardián
Así el cristiano debe recordar a su buen Ángel, que durante toda su vida se preocupa por él, se regocija con sus éxitos espirituales, se acongoja con sus caídas. Cuando el hombre muere, el Ángel lleva su alma a Dios. Según muchos testimonios, el Alma reconoce a su Ángel Guardián, cuando llega al mundo espiritual.
San Bernardo explicó durante una Cuaresma, en 17 sermones, el salmo 90. Ya en la Introducción nos dice que hace la explicación de este salmo, «de donde el enemigo tomó ocasión para tentar al Señor, a fin de que sean quebrantadas y deshechas las armas del Maligno con lo mismo que él maliciosamente quería formarlas» (cf. BAC Obras selectas p.358). Damos la síntesis del sermón 12, en el que el Santo explica el versículo 11 aducido por el tentador en el desierto: Porque El mandó a sus ángeles cuidasen de ti y te guardasen en todos tus caminos (cf. Serm. 12 sobre el salmo 90 en Obras selectas p.413 ss. [BAC, Madrid I947]. El texto latino puede verse en PL 183,221 ss).
Bondad de Dios en enviar a sus ángeles como custodios
«¡Qué lección, hermanos, qué amonestación, qué consolación tan grande nos ofrecen estas palabras de la Escritura! ¿Qué salmo, entre todos los demás, esfuerza tan magníficamente a los pusilánimes, despierta a los negligentes, enseña a los ignorantes? Por eso dispuso la Providencia divina que especialmente en este tiempo de la Cuaresma tuviesen sus fieles de continuo en su boca los versículos de este salmo. No parece haberse tomado pie para ello sino del abuso que de este salmo hizo el diablo, para que en esto mismo aquel malicioso siervo sirva a los hijos de Dios, aunque a pesar suyo»…
Esta preocupación de Dios por el hombre manifiesta de modo extraordinario su misericordia. San Bernardo habla así a Dios: «Aplicas a él (al hombre) tu corazón y solícito lo cuidas. En fin, le envías tu Unigénito, diriges a él tu Espíritu, le prometes tu gloria. Y para que nada haya en el cielo que deje participar en nuestro cuidado, envías a aquellos bienaventurados espíritus a ejercer su ministerio para bien nuestro, los destinas a nuestra guarda, les mandas sean nuestros ayos. Poco era para ti haber hecho ángeles tuyos a los espíritus; hacedlos también ángeles de los pequeñuelos, pues escrito está: Los ángeles de éstos están viendo siempre la cara del Padre (Mt 18,10). A estos espíritus tan bienaventurados hacedlos ángeles tuyos para con nosotros y nuestros para contigo».
Para considerar mejor la bondad de Dios, conviene pensar:
a) QUIÉN MANDA A LOS ÁNGELES
«La suma majestad mandó a los ángeles, y mandó a los ángeles suyos, a aquellos espíritus tan sublimes, tan dichosos, tan próximos, tan inmediatos a El, tan familiarmente allegados a El y verdaderamente de su casa».
b) PARA QUIÉNES LOS MANDÓ
«Mandólos a ti ¿Quién eres tú, Señor, y quien es el hombre para que pongas en él tu corazón o el hijo del hombre para que tanto le aprecies? ¡Como si el hombre no fuera corrupción y él hijo del hombre un gusano!»
c) QUÉ LES MANDÓ
«¿Quizás escribió contra ti amarguras? ¿Acaso les mandó que muestren su poder contra esta hoja que arrebata el viento, y que persigan esta paja seca? ¿O que quiten de delante al impío, para que no vea la gloria de Dios? Esto se ha de mandar algún día, pero no está todavía mandado»…
«Por donde vemos en el Evangelio que, disponiéndose los criados a recoger al punto la cizaña sembrada después del trigo, el providente Padre de familia les dice: Dejad que ambos crezcan hasta la siega…, no sea que, al querer arrancar la cizaña, arranquéis con ella el trigo (Mt. 13, 29-30). Mas ¿cómo el buen grano se podrá conservar hasta el tiempo de la recolección? Este es precisamente el objeto del mandato que Dios ha impuesto a sus ángeles para mientras vivamos en la tierra»…
Servicio que prestan al hombre
«A sus ángeles les mandó te guarden. ¡Oh tú, que eres trigo entre cizaña, grano entre paja, lirio entre espinas! Demos gracias a Dios, hermanos míos, démosle gracias por mí y por vosotros. Un precioso depósito me había encomendado, que es el fruto de su cruz y el precio de su sangre. Mas no se contentó con esta custodia tan poco segura, tan poco eficaz, tan frágil, tan deficiente; por lo cual puso de guardianes a los ángeles custodios sobre los muros del alma. Y cierto, aun aquellos que parecen muros inexpugnables necesitan de estas defensas».
Nuestra correspondencia con los ángeles
«A sus ángeles mandóles guardarte en todos tus caminos. ¡Cuánta reverencia debe infundirte, cuánta confianza debe darte! Reverencia por su presencia, devoción por su benevolencia, confianza por su custodia».
a) REVERENCIA
«Anda siempre con toda circunspección, como quien tiene presente a los ángeles en todos tus caminos. En cualquier parte, en cualquier lugar, aun el más oculto, ten reverencia al ángel de tu guarda. Y ¿cómo te atreverías a hacer en su presencia lo que no harías estando yo delante?».»
b) DEVOCIÓN
Aunque Dios tiene mandado que a El se dé todo honor y toda gloria, sin embargo, «no debemos ser ingratos con aquellos que le obedecen con tanto amor y nos amparan en tanta indigencia. Seamos, pues, devotos, seamos agradecidos a su amor, honrémosles cuanto podamos, cuanto debemos. Mas todo amor y honor deben ir dirigidos a aquel Señor de cuya mano, así ellos como nosotros, recibimos el poderle amar y honrar y merecer ser amados y honrados .
Este amor a los ángeles no está prohibido, ni es en detrimento del amor de Dios; los dos se compaginan perfectamente. Dios, que exige el amor a El con toda la mente, y con todo el corazón, y con todas las fuerzas, nos manda amar a todas las cosas para que en ellas le honremos y amemos a El. «En El, pues, hermanos míos, amemos afectuosamente a sus ángeles como a quienes han de ser un día coherederos nuestros, siendo por ahora abogados y tutores puestos por el Padre y colocados por El sobre nosotros. Ahora somos hijos de Dios, aunque todavía no se manifiesta lo que seremos; por cuanto, siendo todavía párvulos, estamos bajo abogados y tutores, sin diferir ahora en nada de los siervos».
c) CONFIANZA
«Mas aunque somos tan pequeños y nos queda aún tan largo, y no sólo tan largo, sino tan peligroso camino, ¿qué temeremos teniendo tales custodios? Ni pueden ser vencidos ni engañados, y mucho menos pueden engañar los que nos guardan en todos nuestros caminos. Fieles son, prudentes son, poderosos son. ¿De qué temblamos? Solamente sigámosles, juntémonos a ellos, y perseveraremos bajo la protección del Dios del cielo…»
«No permitirán que seas tentado por encima de tus fuerzas, sino que te llevarán en sus manos para que evites los tropiezos…»
«Siempre, pues, que vieres levantarse alguna tentación o amenazar alguna tribulación, invoca a tu guarda, a tu conductor, al protector que Dios te asignó para el tiempo de la necesidad y de la tribulación. Dale voces y dile: ¡Sálvanos, Señor, que perecemos! (Mt. 8,25). No duerme ni dormita, aunque por breve tiempo disimule alguna vez; no sea que con mayor peligro te precipites de sus manos, si ignoras que ellas te sustentan. Espirituales son estas manos, como también lo son los auxilios que a cada uno de los elegidos prestan, según sea el peligro y la dificultad que han de superar más o menos grande».
El enigma del dolor
El dolor es una realidad que nos encontramos por todas partes. Que afecta a unos y a otros, a los buenos y a los malos, a los menos buenos y a los menos malos.
—Pero Dios podría haber creado el mundo de otra manera, y que todos fuéramos buenos, y nadie tuviera la posibilidad de hacer el mal.
Supongo que comprenderás que eso es bastante poco compatible con la libertad humana. Si el hombre es un ser libre, hay que contar con la posibilidad de que emplee mal esa libertad, y de que exista, por tanto, el mal en el mundo.
—Pero Dios sabe lo que va a pasar, antes de que suceda. Si ya lo tiene previsto, no somos entonces muy libres.
Una cosa es el conocimiento de algo que va a suceder y otra es la responsabilidad de hacerlo. Si yo me asomo a la calle y veo a una persona tirar a otra por la ventana de un quinto piso, sé que se estampará contra la acera, pero saberlo no quiere decir que yo sea el responsable. Dios tampoco. Lo será, en todo caso, el que le haya empujado.
Y si veo en diferido un partido de fútbol previamente grabado en vídeo, por el hecho de saber cuál es el resultado final del encuentro no quito a los jugadores la libertad de jugar al fútbol tranquilamente. Algo semejante sucede cuando decimos que Dios sabe lo que va a pasar. No por eso coarta nuestra libertad.
—Pero si Dios es omnipotente, ¿no podría haber hecho compatible la libertad con un mundo bueno? ¿No es capaz Dios de hacer cualquier cosa?
Ser omnipotente significa tener poder para realizar todo aquello que sea intrínsecamente posible. Pero ya sabes que no todo es intrínsecamente posible.
Dios puede sin ninguna dificultad
hacer milagros,
pero no puede hacer disparates.
Y esto no es imponer límites a su poder. Para demostrar que todas las cosas son posibles para Dios, no podemos pretender que haga algo que es intrínsecamente contradictorio (que un círculo fuera cuadrado, por ejemplo). Porque eso, si fuera posible hacerlo –que no lo es–, no demostraría ninguna potencialidad.
Quizá podríamos imaginar un mundo –te respondo glosando ideas de C. S. Lewis– en el que Dios corrigiese a cada momento los resultados de los abusos de la libertad de los hombres, obligando a que todos sus actos fueran «buenos» en el sentido que tú dices.
Entonces, el palo tendría que volverse blando cuando quisiera usarse para golpear a alguien. El cañón de la escopeta se haría un nudo cuando fuera a ser utilizada para el mal. El aire se negaría a transportar las ondas sonoras de la mentira. Los malos pensamientos del malhechor quedarían anulados porque la masa cerebral se negaría a cumplir su función durante ese tiempo. Y así sucesivamente.
Comprenderás que si Dios tuviera que evitar cada uno de esos actos malos, este mundo sería algo realmente grotesco. Desde luego, toda la materia situada en las proximidades de una persona malvada estaría sujeta a impredecibles alteraciones, sería un auténtico show.
Se harían imposibles los actos malos, es verdad, pero la libertad humana quedaría anulada. Dios puede modificar las leyes de la naturaleza y producir milagros –y de hecho a veces lo hace–, y eso es algo ciertamente razonable, pero el concepto de mundo normal exige que tales milagros sean algo poco habitual.
Podemos compararlo a una partida de ajedrez. Puedes, si quieres, hacer algunas concesiones a tu adversario inexperto sin alterar mucho el juego. Puedes darle ventaja cediendo unas piezas al comienzo. Puedes incluso dejarle rectificar un error en algún movimiento. Pero si le concedes todo lo que le conviene todas las veces, si le dejas rectificar y volver atrás en todas las jugadas, entonces…, entonces no estás jugando al ajedrez. Sería otra cosa distinta.
Pues algo así ocurre con la vida de los hombres en este mundo. Si tratas de excluir la posibilidad del mal y del sufrimiento, te encontrarías con que has excluido la libertad misma. Si intentáramos ir corrigiendo a cada momento la Creación, como si este o aquel elemento pudiesen ser eliminados, cada vez nos daríamos más cuenta de que no es posible lograrlo sin desnaturalizarla. El devenir del mundo trae consigo, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto, lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza, también las destrucciones; y junto con el bien existe también el mal.
¿Por qué el mal se ceba en los hombres buenos?
—¿Y no podría Dios, al menos, hacer que las desgracias afectaran menos a los hombres buenos? A veces parece como si se ensañaran con quienes menos las merecen.
Entonces, cuando hubiera un accidente, Dios tendría que enviar un ángel para poner a salvo de forma extraordinaria a los viajeros virtuosos. Y si una helada destruyera una cosecha, otro ángel tendría que ir para proteger las parcelas del hombre bueno para que así no le afectaran los fríos.
Y si se tratara de una inundación, entonces tendría que contener las aguas, como en el paso del Mar Rojo, antes de que destruyeran la vivienda de la familia honrada. Y volveríamos a lo mismo de antes.
El mundo está sometido a ciertas leyes generales que Dios no suspende sino de vez en cuando, y esas leyes, por lo general, afectan sin distinción a todos. Ya sabemos que lo que va bien a los corderos, va mal a los lobos, y viceversa. Pero no sería sensato que unos u otros exigieran a Dios milagros continuos que perturbasen incesantemente el orden regular del universo.
—Pero entonces parece que los hombres buenos siempre salen perdiendo, porque se privan de las ventajas ilícitas que tienen los malos, y en cambio sufren igual que ellos las desgracias naturales.
Pero, a pesar de todo, los hombres virtuosos son mucho más felices, aun en la tierra, que los viciosos y malvados. Quien se desvía de la moral, obtiene quizá una satisfacción inmediata, pero es siempre una felicidad efímera, cimentada sobre el egoísmo, y que va poco a poco labrando su propia ruina. Y una ruina que no vendrá solo en la otra vida, sino también ya en esta.
—Pues a veces se ve a los pecadores bastante felices. Al menos, eso aparentan. No parece que siempre sea tan cierto aquello de que el mal produce tristeza y el bien alegría.
Es cierto, pero hay que matizarlo un poco. A veces, efectivamente, nos da la impresión de que es al revés –señala José Luis Martín Descalzo–, porque no siempre vemos tristes a los pecadores, sino que casi parecen más bien rebosar de satisfacción, como si hubieran encontrado su plenitud en el ejercicio del mal. Vemos que la apuesta humana por el bien lleva a la alegría, pero más bien a largo plazo, cuando se ha conseguido una cierta madurez en el alma. Lo vemos como una idea profundamente cierta, pero paradójica y a veces casi insoportable. Porque el hombre honrado sufre. Y en alguna ocasión podemos incluso sentir algo parecido a envidia de esos personajes inmorales que parecen los triunfadores de este mundo. Pero no debemos engañarnos.
A veces,
el hombre parece poder
convivir sin problemas con el mal,
pero no es así.
Tarde o temprano advierte que el mal ha entrado muy hondo en él, y que se ha hecho fuerte ahí dentro. Quizá se ha afincado en una zona muy íntima de su ser, y su corrupción no se percibe con claridad desde fuera, pero sin duda está allí.
El bien resulta costoso en términos de esfuerzo, pero es una buena inversión. El mal, en cambio, se compra muy barato. Incluso es agradable en la superficie del alma. Pero, antes o después, acaba por hipotecar la vida.
La apuesta humana por el mal, aunque sea una apuesta pequeña, viene siempre acompañada de toda una amalgama de sinsabores, de pesares inconfesables y vergonzantes. ¿Qué idea podemos formarnos de la felicidad de esos hombres, que estarán rendidos por sus propios sufrimientos interiores, por su vida llena de temores y sobresaltos, de recelos, de tortuosidades, de ambiciones que se alimentan de intrigas y de bajezas?
La dicha está en el corazón, y va unida al bien. Por eso, quien deja anidar al mal en su corazón, será una persona infeliz, sean cuales fueren las apariencias de éxito y ventura de las que se encuentre rodeado.
El vicio introduce siempre
un trastorno de la armonía del hombre,
aunque en su inicio
parezca quizá inocuo.
El vicio somete a su vasallaje a la razón y la voluntad. Y cuando lo ha conseguido, atormenta a su pobre sometido con el pensamiento de la muerte, donde no espera ni puede esperar ningún consuelo, y donde teme encontrar el castigo de sus desórdenes.
Es cierto que las claudicaciones morales pueden proporcionarnos placer, dinero, poder, o muchas otras cosas. Pero el coste humano que debe pagarse en la propia carne es siempre muy alto. Al abrir las puertas del alma al mal, lo que este nos otorga ya no nos pertenecerá, pues seremos esclavos de aquello a lo que nos entregamos.
¿Por qué Dios no nos ha hecho mejores?
—Hay mucha gente que dice que no logra entender por qué Dios consiente que tantos inocentes sufran. Que por qué media humanidad pasa hambre. Que por qué Dios no arregla este mundo, y que por qué no lo hace de una vez, ya.
No parece serio echar a Dios la culpa de todo lo que se nos antoja que no va bien en este mundo. «Son los hombres decía C. S. Lewis, y no Dios, quienes han producido los instrumentos de tortura, los látigos, las prisiones, la esclavitud, los cañones, las bayonetas y las bombas. Debido a la avaricia o a la estupidez humana, y no a causa de la mezquindad de la naturaleza, sufrimos pobreza y agotador trabajo».
En muchas de esas quejas que lanzan algunas gentes contra Dios, hay una lamentable confusión. Consideran a Dios como un extraño personaje al que cargan con la obligación de resolver todo lo que los hombres hemos hecho mal, y, si es posible, incluso antes de que lo hubiéramos hecho. Es como una rebelión ingenua ante la existencia del mal, una negativa a aceptar la libertad humana. Y, como consecuencia de ambas cosas, un cómodo echar a Dios culpas que son solo nuestras.
En vez de sentirse avergonzados, por ejemplo, por no hacer casi nada por los millones de personas que cada año mueren de hambre, se contentan es bastante cómodo, realmente– con echar a Dios la culpa de lo que, en gran medida, no es otra cosa que una gran falta de solidaridad de quienes poblamos el mundo desarrollado. ¿Tendremos que pasarnos la vida –se preguntaba Martín Descalzo exigiendo a Dios que baje a tapar los agujeros que a diario producen nuestras injusticias?
Cuando tendríamos que preocuparnos de resolver esa asombrosa situación por la que unos no logran dar salida a sus excedentes alimentarios mientras que otros se mueren de inanición, y cuando parece que la mitad de la humanidad pasa hambre y la otra mitad está con un régimen bajo en calorías para adelgazar, es una pena que lo único que se les ocurra –en vez de trabajar más, o ser más solidarios, de una forma o de otra– sea echar en cara a Dios que el mundo (en el que suelen olvidar incluirse, curiosamente) es horrible.
No somos simples accidentes de la bioquímica o de la historia, a la deriva en el cosmos. Podemos, como hombres y mujeres con responsabilidad moral, convertirnos en protagonistas, no en meros objetos o víctimas del drama de la vida.
—¿Pero cómo es que permite tanta persistencia nuestra en el mal? ¿Por qué Dios no nos cambia, y nos hace efectivamente más solidarios?
La bondad humana es el resultado libre del esfuerzo de quien, pudiendo ser malo, no lo es. Y Dios ha dado al hombre un infinito potencial de bondad, pero también ha respetado la libertad de ese hombre –como hace, por ejemplo, cualquier padre sensato al educar a su hijo–, y ha aceptado el riesgo de nuestra equivocación.
No es muy serio decir que Dios tiene que cambiarnos, cuando cambiar es el primero de nuestros deberes. Si Dios nos hubiera hecho incapaces de ser malos, ya no seríamos buenos en absoluto, puesto que seríamos marionetas obligadas a la bondad.
—Pero se ven tantos errores en el mundo, tantas calamidades, tanto egoísmo, tantas lamentables aberraciones y tan difíciles de explicar…
La respuesta cristiana a esto es clara: los desequilibrios que fatigan al mundo están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano, que sumerge en tinieblas el entendimiento y lleva a la corrupción de la voluntad. Esta es la clave para descifrar el enigma.
El verdadero mal proviene del interior del hombre, radica en una escisión que tiene su origen en el pecado. Igual que hay una experiencia clara de la existencia de la libertad, la hay también de que la libertad está herida, así como del mal que el hombre puede ser capaz de hacer.
Las situaciones de injusticia social proceden de la acumulación de injusticias personales de quienes la favorecen, o de quienes pudiendo evitar o limitar ciertos males sociales, no lo hacen.
Los que se eximen de culpa personal para pasársela toda a las estructuras del mal, niegan al hombre su capacidad de culpa, y niegan por tanto su libertad y su responsabilidad personales, y disminuyen su propia dignidad. Los verdaderos creyentes, en cambio, se sienten responsables. Y cuanto más acentuado sea el sentido de responsabilidad de una persona, tanto menos buscará excusas y tanto más se examinará a sí mismo –sin absurdos complejos de culpabilidad–, para mejorar él y ayudar a mejorar a los que le rodean.
—Pero arreglar un poco este mundo se ve como una labor muy a largo plazo, con un final lejano…
Si algo resulta muy necesario, y además tardará en llegar, es entonces también muy urgente. Como dijo aquel mariscal francés al tomar posesión de su cargo: si estos árboles van a tardar veinte años en dar sombra, hay que plantarlos hoy mismo.
El perdón: un don perfecto
Es bien sabido lo que dice San Juan, inspirado por el Espíritu: Dios es amor. ¿Qué sabemos del amor? Un poco, por lo que aquí en la tierra vemos o experimentamos en los llamados enamorados: cada uno está en el otro con el pensamiento y el corazón, parece que no tienen ojos sino es para su amor. Si lo liberamos de cualquier forma de egoísmo o imperfección y lo elevamos con el pensamiento a la perfección infinita, tenemos una pista, una idea lejanamente aproximada de lo que es la Vida divina.
Dios es el amor eterno, pleno e infinitamente enamorado; y por eso es la infinita felicidad, eterna, inagotable, amor que no se agosta, que existe en una plena y eterna juventud. Dios es más joven que todos.
El amor infinito es lo que vive Dios en su relación interpersonal trinitaria. Y ese amor se vuelca primero en la creación y después, con maravillosa continuidad, en la salvación del hombre caído. Dios nos quiere a cada uno como si fuéramos su único hijo. Para Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo es un hecho. Y al vernos radicalmente indigentes, alejados de Él -de la felicidad infinita, para lo que nos había creado-, perdidos sin rumbo y sin norte, con el horizonte cerrado por las consecuencia del pecado original y de los pecados personales, hace algo asombroso: el Hijo de Dios se hace Hijo del hombre y nos redime con la cruz. Esto dicho está muy brevemente- abre de nuevo a la humanidad el horizonte eterno, la grandiosa posibilidad de la bienaventuranza sin término, es decir, la inmersión en el océano de Amor enamorado y enamorante que es la Trinidad.
Por los frutos se conoce el árbol
Sería menester una enorme biblioteca para balbucear todo esto, pero podemos y debemos comprender que no se puede ser amado «impunemente» por un Amor infinito. Y ahí tenemos todas las páginas rojas de la historia para brindarnos un poco de luz sobre las consecuencias de volver la espalda al Amor. Las consecuencias de un acto, de ordinario, nos revelan su naturaleza moral. Por sus frutos se conoce el árbol.
Es preciso advertir que la ofensa a Dios, el desamor, no es una ofensa a quien nos ha dado algo, poco o mucho (nuestros padres nos han dado mucho con la vida), sino a quien nos ha dado radical y absolutamente todo. Tanto que sin Él no seríamos absolutamente nada. No habría latidos en nuestro corazón, no habría respirar en nuestros pulmones; más aún, no habría nada de nada, no seríamos en absoluto.
Todo lo que somos y podemos llegar a ser (hermanos del Hijo de Dios, hijos de Dios y coherederos de su gloria) lo hemos recibido. ¿Qué tienes tú que no hayas recibido?, es la pregunta de san Pablo que da de lleno en línea de flotación de cualquier género de autosuficiencia. ¿Qué significa negarse al Amor de Dios, rechazarlo, decidirse a no corresponder con todas las fuerzas? Mientras no se responda satisfactoriamente a semejante pregunta no sabremos quién es el Amor y quiénes somos nosotros mismos.
Negar a Dios, negar que Él es el Creador y nosotros sus creaturas es negar todo lo valioso de nosotros mismos, nuestra relación con la Verdad, con la Belleza y el Amor. Es algo monstruoso que sólo por la ceguera misma que causa el pecado, no advertimos. Es incurrir en una real deformación del núcleo de nuestro ser personal, que es de donde proceden esas negaciones. Se llama al pecado «mancha». Es una metáfora. Pero hay que decir más: es una deformación monstruosa de la dimensión personal de nuestro ser, porque justamente es la negación práctica de quien es nuestro Todo, en el más estricto sentido de la palabra. Si yo quiero ser un verdadero matemático y empiezo estableciendo para mis adentros que dos y dos son cinco, toda la aritmética que haga a partir de ese momento establecerá un inmenso error.
El error se hallaría precisamente casi al principio de mi discurso. Podré contar chistes muy graciosos, tal vez escribir novelas de imaginación muy «creativa», pero en cuestión de matemáticas seré un tipo peligroso. Si alguno empieza a desarrollar la razón pensando que no hay Dios o que es lícito vivir como si no lo hubiera, podrá llegar a ser un gran constructor de puentes o de otros artefactos; podrá ser premio Nobel de Literatura, tener una conversación amena con sus amigos y escalar altas cumbres del poder social, económico o político, pero su vivir personal estará herido y deformado de raíz.
Es muy posible que cometa crímenes sin saberlo; es seguro que se equivocará en cuestiones muy importantes de la vida humana, sobre todo en las que podemos llamar cuestiones de sentido. El que no conoce a Dios, o si se prefiere, el que con culpa no reconoce a Dios, no tiene fundamento racional para sostener, por ejemplo, los derechos humanos (aunque los respete, por una feliz incongruencia). Es un peligro (aunque también por una feliz inconsecuencia, sea bondadoso con todo el mundo).
Saber qué significa ofender a Dios
No se trata aquí de juzgar conciencias singulares, sino de expresar una verdad lógica que carece de réplica racional. A nuestro entender, no cabe ninguna. La ofensa a Dios deforma profundamente a la persona que la comete. Por eso es radicalmente distinto ofender a Dios que ofender a una criatura (aunque una cosa lleve a la otra), aunque la criatura sea nuestra madre. Un padre, una madre humanos pueden decir a su hijo: te perdono y me olvido. Es difícil olvidar y que todo vuelva a ser lo mismo, pero es posible porque las relaciones que nos unen a las criaturas no son, ni de lejos, tan profundas, tan radicales como las que nos enlazan a Dios creador. Es todo nuestro ser lo que está ligado a Él.
«Religión» es reconocerlo, re-ligarnos libremente, por amor. Es todo nuestro ser que se distorsiona y resquebraja cuando negamos de un modo consciente y libre ese vínculo entrañable con la Fuente del ser y de la vida. La metáfora más adecuada podría ser quizá el terremoto. Y no tenemos posibilidad de recuperar el orden o equilibrio interior desde su raíz, porque ésta ha quedado contaminada y descoyuntada. No cabe autoperdonarse, autorredimirse o autoconfesarse. Porque lo que hemos roto, la amistad, el amor de Dios en cuanto estaba en nosotros, no está, ni de lejos en nuestro poder. Un monstruo no se puede normalizar a sí mismo. Hace falta que un ser extraordinariamente sabio y poderoso realice en él una operación quirúrgica increíble. El monstruo, para dejar de serlo, necesitaría nacer de nuevo.
Nacer de nuevo
Pues bien: esto es lo que ha hecho posible la cruz de Cristo, la posibilidad infinitamente deseada por Dios Padre: el ejercicio de su misericordia por el perdón de los pecados. Pero, cuidado, el perdón de los pecados sea cosa de poca monta. Los judíos presentes en la curación del paralítico, se escandalizan cuando Jesús dice: perdonados te son tus pecados. ¡Blasfema!, gritaron, porque sólo Dios puede perdonar los pecados. No se daban cuenta de que Jesús era Dios en Persona (la Segunda), pero sí sabían que para perdonar los pecados no bastaba un hombre por santo que fuese: sólo Dios puede perdonar los pecados. En esto, tenían razón. Es claro que si te ofendo a ti no sirve que pida perdón al vecino de arriba. Pero además, es tal el estado del que ha ofendido gravemente a Dios, que, para el perdón se requiere un poder todopoderoso: la omnipotencia misma, que sólo Dios tiene.
Por eso Tomás de Aquino dice bien cuando asegura que la misericordia de Dios es la manifestación más perfecta de su omnipotencia. Y la Iglesia reza: «Oh Dios, que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia…». Y Juan Pablo II enseña que la misericordia de Dios es una «potencia especial del amor, que prevalece sobre el pecado y la infidelidad del pueblo elegido» (DM, III, 4 c) Cabe preguntarse: ¿qué tiene que ver la omnipotencia con la misericordia? Al margen de equivocadas doctrinas que tienen la misericordia por debilidad -no vale la pena que nos entretengan-, en nuestro caso tiene mucho, todo que ver.
Porque cuando se ha roto el amor infinito, sólo un Amor infinito puede restaurarlo; sólo el Amor omnipotente. Si libremente me despeño desde un vigésimo piso, no puedo libremente recomponerme, se acabó la libertad y la vida terrenal; yo no puedo «resucitarme». Pues ¿cómo no comprender que romper libremente los vínculos que me atan a Dios son una muerte más trágica que la corporal, porque es espiritual, quizá no sensible (por eso muchos no creen en ella) pero tan realmente mortal como la vida corporal? La Iglesia ha hablado siempre de pecado mortal; no muere la persona, pero muere en ella el amor de Dios, la raíz de todo lo verdadero, bueno y bello. Es el infierno, o su anticipo, o su inminente aparición.
Facetas de los milgaros
Por eso, la restauración de la vida de unión con Dios (Verdad, Bondad, Belleza, Sabiduría, Amor), con su consecuencia de felicidad para la vida temporal y la eterna, más que una restauración es una re-generación, una re-creación, es decir, requiere una operación de la omnipotencia divina. Lo dice bien claro Jesús a Nicodemo: «El que no naciere de nuevo, no puede entrar en el Reino de los cielos» (Jn 3, 5-7). Y toda la Tradición auténtica y todo el Magisterio auténtico de la Iglesia así lo llaman, así lo dicen: renacimiento, regeneración. A la filiación divina no se nace ni se renace por voluntad humana, sino por la omnipotente voluntad de Dios, cuyo perdón es eso: don perfecto. No es que se olvide la culpa, es que se aniquila, porque ha nacido un hombre nuevo.
El milagro tiene muchas facetas. Por una parte, permanece la persona, el yo que fue pecador. Y, por otra parte, el yo que antes del perdón era pecador, al renacer por obra de la gracia santificante, ya no es pecador, es santo. El que era injusto es justo, real y verdaderamente. Este es uno de los puntos en los que Lutero se apartó de la enseñanza de la Iglesia católica. Para él la justificación no existe en sentido estricto, la santificación no alcanza a renovar todo el ser de la persona.
Pero el Magisterio enseña que sí alcanza, porque Dios emplea en el perdón toda su fuerza salvífica: «El Símbolo de la fe profesa la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su creación, y más aún, por la redención y la santificación. Lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican: por «los sacramentos que les han hecho renacer», los cristianos han llegado a ser «hijos de Dios» (Jn 1,12)» (CEC n. 1692; cfr 2782). La redención es justificación verdadera, santificación real. Es un don de santidad que llega a lo más profundo de la persona, por pura generosidad de Dios y encima de valor infinito.
Es increíble que tengamos tan poco aprecio al perdón de Dios; que no acudamos a las fuentes del perdón con una sed inmensa: al sacramento de la penitencia, a limpiar manchas, más aún, a rehacernos, a que el amor de Dios, Padre amorosísimo, nos regenere y nos recree.
El sacramento de la alegría
En el sacramento de la penitencia se otorga el don inmenso, perfecto: el perdón, el más grande don divino, tan del gusto de Dios, rico en misericordia. El perdón es su obra máxima, mayor que la resurrección de un muerto y que la creación de las insondables galaxias, porque mayor es la distancia entre el pecado mortal y la vida sobrenatural de la gracia, que la diferencia entre la nada y el ser. «Realmente es grande un Dios que perdona!: ¡Cuántas gracias tenemos que dar a Dios Nuestro Señor, por este sacramento de su misericordia! Yo me pasmo; me conmuevo. Un Dios que perdona me parece tan padre y tan madre a la vez, que me echaría a llorar de agradecimiento y de alegría. ¿Qué haríamos sin su perdón?» (1).
¿Por qué lloras como un loco
Amigo del alma mía?
Y el Amigo respondía: ?
¡Lloro de llorar tan poco!
Y a la vez tendríamos que dar saltos de alegría. Concretamente, la Confesión sacramental es uno de los más gozosos encuentros inmediatísimos con Cristo Jesús. Porque cuando se oye el «Yo te absuelvo», ese «Yo» es un «Yo» cargado de misterio, no es humano, es divino. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? El ministro y el signo sacramental no son más que instrumentos por los que obra el verdadero operante, que es Jesucristo, virtute praesens, con toda tu fuerza redentora.
Entiéndase bien, el sacerdote confesor no es un delegado de Dios para perdonar. La omnipotencia es indelegable. Como Velásquez no puede decir a un aprendiz: «pinta Las Meninas». Esto es imposible. Para que yo pintara Las Meninas, necesitaría el cerebro y el alma de Velásquez. Necesitaría que Velásquez me suplantara, que su yo de alguna manera anulara el mío. Dios no anula nada, pero, esto es mayor milagro, cuando el confesor dice «Yo te absuelvo» lo dice «in persona Christi». No es un delegado, es el lugar escogido por Cristo para establecerse y a la vez que el confesor dice sensiblemente «yo te absuelvo», Él interviene con su omnipotencia indelegable y ab-suelve, re-crea, re-genera, o incrementa el nivel de vida sobrenatural, creando más vida. Debiéramos llenarnos de asombro, de alegría, de felicidad, de gratitud. E ir corriendo a la plenitud de la Eucaristía; y volver a purificarnos más en el sacramento de la penitencia; y luego, otra vez a la Eucaristía y así sucesivamente. Hasta el día de la entrada definitiva en el gozo infinito de Dios Uno y Trino.
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(1) Beato J. ESCRIVA DE BALAGUER.
¿Qué dice la Iglesia ante la investigación biomédica?
En una última entrevista concedida a Radio Vaticano, el Vicepresidente de la «Academia Pontificia para la Vida», Mons. Elio Sgreccia, respondió a las interrogantes surgidas en torno a la decodificación del genoma humano, al alcance de todo el mundo vía Internet, y sobre el uso que de estas informaciones podrían hacer algunos científicos.
La Academia Pontificia para la Vida es la institución fundada por el Papa Juan Pablo II con el objetivo de «estudiar, informar y formar sobre los principales problemas de la medicina y el derecho relativos a la promoción y la defensa de la vida.
– Ante todo, monseñor Sgreccia, ¿La Iglesia está a favor o en contra de la investigación biomédica?
Monseñor Elio Sgreccia: Es conocido el pensamiento oficial de la Iglesia católica, que ha manifestado en repetidas ocasiones su aprecio y aliento por la investigación científica, especialmente cuando está dirigida a la prevención y el tratamiento de enfermedades y el alivio del sufrimiento humano. Este tipo de investigación es considerado como coherente con la fe en Dios creador.
Se podrían citar muchos textos del Magisterio de la Iglesia en este sentido. Basta pensar, por ejemplo, en el pasaje del Concilio Vaticano 11 que dice: «la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser» «(Gaudium et Spes 36).
– ¿Colabora la Iglesia en la investigación biomédica actual?
Monseñor Elio Sgreccia: La historia confirma esta colaboración ya desde los descubrimientos en el campo genético realizados por el monje Gregor Johann Mendel (1822-1884). Este apoyo es hoy de elocuente actualidad en las instituciones de investigación, en las facultades de Medicina y en los hospitales dirigidos por la Iglesia. En ellos, se cultiva la investigación científica con un reconocido empeño y resultados eficaces, a pesar de que a veces carecen de recursos. Particularmente son reconocidos por sus resultados en la prevención y tratamiento de las enfermedades.
La estima y el aprecio que siente la Iglesia por los científicos han sido testimoniados también por la presencia de muchos científicos de otras religiones, o no creyentes, en instituciones académicas de la Iglesia, como sucede por ejemplo en la Academia de las Ciencias de la Santa Sede.
– Sin embargo, la Iglesia pone límites a la investigación. ¿Cuáles son?
Monseñor Elio Sgreccia: No cabe duda de que la ciencia experimental, al igual que toda actividad humana, tiene que estar orientada al bien del hombre y al respeto de cada persona, ya sea en los objetivos que persigue, ya sea en los medios que utiliza. Siempre tiene que respetar al hombre, a todo sujeto humano implicado en la experimentación, especialmente en las fases de la vida más frágiles, o cuando el sujeto sometido a la experimentación no puede dar su consentimiento. Una investigación científica que pretendiera evitar un examen riguroso ético de sus objetivos, de sus métodos, y de sus consecuencias, no sería digna del hombre, y correría el peligro de ser utilizada contra los más débiles e indefensos. Este uso desfigurado de la ciencia ha escrito páginas oscuras en la historia, no demasiado lejanas, y una investigación de este tipo no debe volver a surgir, pues no sólo atentaría contra Dios, sino contra el mismo hombre y la civilización.
– La Iglesia se ha metido particularmente en el debate surgido por los interrogantes éticos que plantea la experimentación con células madre (o estaminales). ¿Cuál es la posición de la Academia Pontificia para la Vida en este sentido?
Monseñor Elio Sgreccia: En este sentido, vale la pena recordar que, en el documento de nuestra Academia dedicado al uso de las células estaminales (Cf. Zenit, 24 de agosto), se expresa el aliento a la investigación con las células estaminales extraídas del organismo del adulto o, en el nacimiento, del cordón umbilical, así como también de los fetos abortados involuntariamente, en conformidad con hipótesis convalidadas por investigaciones acreditadas internacionalmente.
El auspicio de tratar de poner remedio a graves enfermedades por este camino ha sido repetido, alentado y aplicado en las mismas instituciones de investigación de inspiración católica. El hecho de que nuestra misma Academia haya expresado un juicio negativo desde el punto de vista ético de la utilización destructiva de embriones con el objetivo de investigar con células estaminales y de toda forma de clonación humana, también de la llamada de manera inapropiada «terapéutica», se debe a motivos basados en la ética racional y no en una instancia basada únicamente en la fe religiosa.
Naturaleza de los ángeles
La existencia de los ángeles es una verdad de fe continuamente profesada por la Iglesia, que forma parte desde siempre del tesoro de piedad y de doctrina del pueblo cristiano. La iglesia los venera, los ama y son «motivo de dulzura y de ternura» (Juan XXIII, 9-VIII-1961).
Es de fe, además, que muchos ángeles, abusando de su libertad, cayeron en pecado y se hicieron malos, quedando así perpetuamente constituidos enemigos de Dios y condenados a la pena eterna. Estos ángeles malos son llamados también demonios.
Los ángeles son seres espirituales, personales y libres; dotados, por tanto, de inteligencia y voluntad, creados por Dios de la nada.
Dios creó a los ángeles para que le alaben, le obedezcan y le sirvan; además, para hacerlos eternamente felices y para que ayuden y guíen a cada persona, a cada familia, nación, institución y muy especialmente a la Iglesia.
Conocemos de su existencia porque Dios la reveló. Así en el Antiguo Testamento, se nos dice que:
- Cerraron el paraíso terrestre después del pecado de Adán y Eva.
- Protegieron a Lot en Sodoma.
- Salvaron a Agar y a su hijo Ismael en el desierto.
- Anunciaron a Abraham y aSara que tendrían un hijo.
- Detuvieron la mano a Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo Isaac.
- Asistieron al profeta Elía.
En el Nuevo Testamento, se nos dice que:
- Avisaron a Zacarías el nacimiento de San Juan el Bautista.
- San Gabriel anunció a la Virgen María que sería la Madre dle Redentor.
- Alabaron a Dios por el nacimiento de Cristo.
- Revelaron a San José el misterio de la Encarnación.
- Confortaron a Jesús en su agonía en el Huerto de Gethsemaní.
- Aparecieron en la Resurrección de Cristo.
Creer en la existencia de los ángeles es una verdad de fe. Así lo definió el Magisterio de la Iglesia: «Dios creó de la nada a una y a otra criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la ángelica y la mundana (…)» (Concilio IV de Letrán y Concilio Vaticano I).
Quien niegue su existencia con pertinacia, sabiendo que es dogma de fe, comete pecado mortal e incurre en excomunión (cfr. Código de Derecho Canónico, canon 1364).
Durante la consagración como Papa de San Gregorio XV (1621), una terrible peste estaba devastando Roma San Gregorio organizó a su pueblo en torno de una gran procesión que estaba encabezada por una pintura de la «Virgen Gloriosa» (obra atribuida a San Lucas Apóstol). Estando la procesión en marcha, una densa nube de aire nauseabundo se detuvo ante la pintura. Los presentes escucharon, entonces, a un coro angélico cantar con alegría. «Regina Coeli, laetare, alleluja» El Papa San Gregorio relató luego la visión que tuvo de un enorme ángel parado sobre el castillo, cerca de allí. Desde ese día los romanos se refieren a él como Sant’Angelo en conmemoración de la rauda purgación de la peste de Roma. San Gregorio murió el 8 de julio de 1623. El relato de su vida se encuentra en «Vida de los Santos», de Edward Kinesman.
Dotados de una naturaleza más perfecta que la humana, esos espíritus puros fueron creados para dar gloria a Dios, regir el mundo material y ser potentes auxiliares de los hombres en vista su salvación eterna. En un éxtasis, Santa María Magdalena de Pazzi vio a una religiosa de su Orden (carmelita) ser sacada del Purgatorio y llevada al Cielo por su Ángel de la Guarda. Y Santa Francisca Romana vio a su Ángel de la Guarda conducir al Purgatorio, para ser purificada, a un alma a ella confiada. El espíritu celeste permaneció fuera de aquel lugar de purgación, para presentar al Señor los sufragios ofrecidos por aquella alma. Y, al ser aceptados por Dios, esa alma era aliviada en sus penas. (1)
Un ángel para cada hombre
Después de nacer, el hombre recibe de Dios uno de esos angélicos guardianes, que lo acompañará durante la vida, protegiéndolo y comunicándole buenas inspiraciones. Si la persona hubiese vivido según la Ley de Dios, al punto de santificarse e ir directamente al Cielo, el Ángel de la Guarda la conducirá a ese lugar bendito. Si, en otro caso, y lo que es más probable, ella precisa purificarse en el fuego del Purgatorio, el Ángel la conducirá después al Paraíso Celestial. O, en caso contrario, si hubiese rechazado sus inspiraciones y buenos movimientos, condenándose del todo para siempre, lo abandonará a las puertas del infierno.
En nuestros días, a la par del materialismo y del ateísmo reinantes en tantas almas y en incontables ambientes, se percibe una saludable reacción – cada vez más intensa y generalizada – a esas llagas de la civilización contemporánea. El sentimiento religioso, la creencia en Dios y en el destino eterno ganan siempre más terreno, especialmente en el seno de la juventud actual.
Un síntoma de este renacer de los valores espirituales es precisamente el interés por los Ángeles, el aumento de la devoción a los espíritus puros, así como los pedidos invocando su intercesión. Sin embargo tal resurgimiento, infelizmente, se manifiesta en algunos casos mezclada de supersticiones y hasta de manifestaciones de ocultismo. Para atender este saludable movimiento de alma, nos proponemos hoy presentar a nuestros lectores la atrayente y actualísima temática de los Ángeles.
El Ángel sólo pasa a custodiar en nuevo ser después que este sale de las entrañas maternas. Esto porque, desde el momento de la concepción hasta el nacimiento del nuevo ser, el Ángel de la Guarda de la madre cuida también de la nueva criatura, así como quien guarda un árbol cargado de frutos, junto con el árbol cuida también lo frutos (2).
Función principal del Ángel
Tenemos necesidad de la celestial protección angélica. Nuestra alma inmortal está destinada a ser, en el futuro, compañera de los Ángeles y de ocupar a su lado, en el Cielo, uno de los tronos que quedaron vacíos por la caída de aquellos ángeles puros que se rebelaron contra Dios, transformándose en demonios. Tal necesidad sobretodo proviene de la propia flaqueza humana para alcanzar este objetivo ¿Qué empeño no tendrá el demonio para que un recién nacido no reciba las aguas regeneradoras del Santo Bautismo? Muchas veces también procurará causarnos males físicos.
«La función principal del Ángel de la Guarda es iluminarnos en relación a la verdad y a la buena doctrina. Pero su protección acarrea también muchos otros efectos, tales como reprimir los demonios e impedir que nos sean causados daños espirituales o corporales». Ellos «rezan por nosotros y ofrecen nuestras oraciones a Dios, tornándolas más eficaces por su intercesión (Apoc. 8, 3; Tob. 12, 12), sugiriéndonos buenos pensamientos, incitándonos a hacer el bien (Act. 8, 26; 10, 3ss). Del mismo modo, cuando nos infligen penas medicinales para corregirnos (2 Sam. 24, 16): y – lo más importante de todo – cuando nos asisten en la hora de la muerte, fortaleciéndonos contra los supremos asaltos del demonio» (3).
Algunas almas muy selectas, que conservaron intacta su inocencia y pureza bautismal a lo largo de la vida, por especial privilegio de Dios tuvieron la dicha de ver a su Ángel de la Guarda. Así sucedió con San Geraldo Magela, Santa Francisca Romana, Santa Gema Galgani y otros Santos.
Veamos dos ejemplos:
Santa Francisca Romana: dama romana de la más ilustre estirpe, quería hacerse religiosa pero fue obligada por sus padres a casarse, habiendo procurado santificarse en el estado matrimonial. De ese casamiento nacieron varios hijos. Uno de ellos, Juan Evangelista, de extrema piedad, dotado con el don de la profecía, falleció angélicamente a los nueve años. Un año después de su muerte, apareció a Francisca, resplandeciente de luz, acompañado por un joven aún más brillante si es posible. Hizo conocer a la madre la gloria que gozaba en el Cielo; y le comunicó que venía a buscar a su hermanita Inés, de cinco años, para colocarla entre los Ángeles. Y que, por orden de Dios, dejaría aquel Ángel para – junto con su propio Ángel de la Guarda – asistirla en los que le restaba de vida terrena.
Era un Ángel de categoría superior, un Arcángel. A partir de entonces, Santa Francisca veía constantemente ese Arcángel que, según ella, brillaba más que el sol, de manera que no conseguía mirarlo. Si Francisca dejaba escapar alguna palabra poco necesaria, o acaso se preocupaba un poco de más con los problemas domésticos, el Ángel desaparecía, quedando oculto hasta que ella se recogiese de nuevo. Él, con sus luces, la auxiliaba muchas veces, defendiéndola contra los ataques del demonio, que constantemente la asaltaba (4).
Santa Mariana de Jesús: conocida como la Azucena de Quito, después del fallecimiento del padre, siendo aún una bebé, la madre se retiraba a una casa de campo llevándola abrazada, en el lomo de una mula. En el paso de un río de aguas muy tormentosas, la mula tropezó y la bebita cayó de los brazos maternos… Al mismo tiempo, la niña predestinada quedó sostenida en el aire por su Ángel de la Guarda, hasta que la presurosa madre la recogió (5).
Valiosos consejeros celestes
Los Ángeles de la Guarda son nuestros consejeros, inspirándonos santos deseos y buenos propósitos. Evidentemente, lo hacen en el interior de nuestras almas, si bien que, como vimos, hayan existido almas santas que merecieron de ellos recibir visiblemente celestiales consejos.
Cuando Santa Juana De Arco, aún niña, guardaba su rebaño, oyó una voz que la llamaba: «Jeanne! Jeanne!» ¿Quien podría ser, en aquél lugar tan yermo? Ella se vio entonces envuelta en una luz brillantísima, en el medio de la cual estaba un Ángel de trazos nobles y apacibles, rodeado de otros seres angélicos que miraban a la niña con complacencia. «Jeanne», le dice al Ángel, «sé buena y piadosa, ama a Dios y visita frecuentemente sus santuarios». Y desapareció. Juana, inflamada de amor de Dios, hizo entonces el voto de virginidad perpetua. El Ángel se le apareció otras veces para aconsejarla, y cuando la dejaba, ella quedaba tan triste que lloraba (6).
El desvelo de nuestro Ángel de la Guarda para con nosotros está bien expresado por el Profeta David en el Salmo 90: «El mal no vendrá sobre ti, y el flagelo no se aproximará a tu tienda. Porque mandó [Dios] a sus Ángeles en tu favor, para que te guarden en todos tus caminos. Ellos te elevarán en sus manos, para que tu pié no tropiece con alguna piedra» (Sl. 90, 10-12).
Innumerables son los ejemplos del poderoso auxilio de los Ángeles en la vida de los Santos. Santa Hildegonde, alemana (+ 1186), habiendo ido en peregrinación a Jerusalén con su padre y falleciendo éste en el camino, fue frecuentemente socorrida por su Ángel. Cierto día, cuando viajaba camino a Roma, fue asaltada y abandonada como muerta. Apenas pudo lograr levantarse, y vio surgir a su Ángel en un caballo blanco. Éste ayudó cuidadosamente a su protegida a montar, y la condujo hasta Verona. Allá, se despidió de ella diciendo: «Yo seré tu defensor donde quiera que vayas» (7).
Santa Hildegonde podría aplicar a sí misma el siguiente comentario de San Bernardo al Salmo arriba citado: «¡Cuán gran reverencia, devoción y confianza deben causar en tu pecho las palabras del profeta real! La reverencia por la presencia de los Ángeles, la devoción por su benevolencia, y la confianza por la guarda que tienen de ti. Mira vivir con recato donde están presentes los Ángeles, porque Dios los mandó para que te acompañen y asistan en todos tus caminos; en cualquier posada y en cualquier rincón, ten reverencia y respeto a tu Ángel, y no cometas delante de él lo que no osarías hacer estando yo en tu presencia» (8).
San Buenaventura afirma: «El santo Ángel es un fiel paraninfo conocedor del amor recíproco existente entre Dios y el alma, y no tiene envidia, porque no busca su gloria, sino la de su Señor». Agrega que la cosa más importante y principal «es la obediencia que debemos tener a nuestros santos Ángeles, oyendo sus voces interiores y saludables consejos, como de tutores, curadores, maestros, guías, defensores y mediadores nuestros, así en el huir de la culpa del pecado, como en el abrazar la virtud y crecer en toda perfección y en el amor santo del Señor» (9).
Intrépidos guerreros del ejército celestial
En varias partes de los Libros Sagrados los Ángeles son mencionados como siendo la Milicia Celestial. Así, narra el Profeta Isaías haber visto que «Los Serafines … clamaban uno hacia el otro y decían: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los Ejércitos». (Is. 6, 2-3). Y, en el Apocalipsis, comandados por el Arcángel San Miguel, trabaron en el Cielo una gran batalla derrotando a Satanás y a sus Ángeles rebeldes (Ap. 12, 7). En otros pasajes aparecen elles ejerciendo incluso funciones bélicas. Leemos, por ejemplo, en el II Libro des Crónicas que, habiendo Senaquerib invadido Judea, mandó una delegación a Jerusalén para disuadir a sus habitantes de la fidelidad a su rey Ezequías, blasfemando contra el Dios verdadero.
El Rey de Judá y el Profeta Isaías se pusieron en oración implorando la protección divina contra las tropas enemigas. «Y el Señor envió un Ángel que exterminó todo el ejército del rey de Asiria en su propio campamento, con los jefes y los generales, y el rey volvió a su tierra completamente confuso» (II Cron. 32, 1 a 21).
Guerreros angélicos – tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento – a veces se unen también a los hombres contra los enemigos del Señor. Así, por ejemplo, ayudaron a Judas Macabeo en una batalla decisiva. Otras veces auxiliaron a los soldados de la Cruz contra los musulmanes, como ha sido narrado en las crónicas de las Cruzadas.
En la Sagrada Escritura, el propio autor de los Hechos de los Apóstoles afirma: «El Señor Dios de los ejércitos frecuentemente envía también sus guerreros para librar a sus amigos de las manos de los impíos» (Hechos 5, 18-20; 12, 1-11).
Protectores de los hombre, mensajeros de Dios
En el Libro de Daniel (10, 13-21), el Arcángel San Miguel defendió los intereses de los israelitas contra el Ángel protector de Persia. En el Apocalipsis, San Juan se refiere a la victoria de ese Arcángel contra el demonio y sus secuaces. Más recientemente, leemos en la autobiografía de San Antonio María Claret, que cierto día, estando él sólo en el coro del Monasterio del Escorial, vio a Satanás que pataleaba con gran rabia y despecho, por habérsele frustrado algunos de sus planes en relación a los estudiantes. Oyó entonces la voz del Arcángel San Miguel que le dice: «Antonio, no temas. Yo te defenderé».
San Gabriel fue el gran mensajero y embajador de Dios no sólo en la Anunciación a Nuestra Señora, sino, según el parecer de muchos teólogos, también apareció junto a San Zacarías, para anunciarle el nacimiento de Juan Bautista. Y junto a San José, a quien apareció tres veces en sueños: para anunciar la concepción divina de María, recomendar la fuga a Egipto y el retorno de aquél, después de la muerte de Herodes.
La misión de San Rafael junto al joven Tobías es detalladamente descrita en la Biblia. Ya en tiempos posteriores, se señalan también muchas de sus intervenciones, como la salvación eterna del tesorero de un rey de Polonia, por el hecho de que el protegido le tenía gran devoción; y el haber librado de las manos de asaltantes a un burgués de Orleans que a él se encomendaba, en una peregrinación a Santiago de Compostela (10). Se narra en la vida de la Beata Madre Humildad de Florencia (+1310) que, habiendo sido electa Abadesa de su monasterio, además de su Ángel de la Guarda, recibió uno más para ayudarla en el gobierno de la comunidad. Ella compuso para sus religiosas una sencilla oración, pidiendo la guarda de los sentidos, oración en que se nota mucho la influencia del espíritu de Caballería de la época:
«Buenos Ángeles, mis constantes protectores: guardad todas mis vías y vigilad cuidadosamente la puerta de mi corazón, de manera que yo no sea sorprendida por mis enemigos. ¡Blandid ante mí vuestra espada protectora! ¡Guardad también la puerta de mi boca para que ninguna palabra inútil escape de mis labios! ¡Que mi lengua sea como una espada, cuando fuere el caso de combatir los vicios o de enseñar la virtud! Cerrad mis ojos con un doble sello cuando ellos quisieren ver con complacencia otra cosa que no sea Jesús.
Pero tenedlos abiertos y despiertos cuando fuere para rezar y cantar las alabanzas del Señor. Vigilad también la puerta de mis oídos, a fin de que ellos repelan siempre con disgusto todo lo que viene de la vanidad o del espíritu del mal. Colocad cadenas a mis pies cuando ellos quisieran ir a pecar. Pero acelerad mis pasos cuando se trate de trabajar para la gloria de Dios o de la santa Virgen María, o de la salvación de las almas! Haced que mis manos sean siempre, como las vuestras, prontas a ejecutar las órdenes de Dios.
Apagad en mí el olfato del cuerpo, a fin de que mi alma no aspire mas que el suave perfume de las flores celestes.En una palabra, guardad todos mis sentidos, de manera que mi alma se deleite constantemente en Dios y con las cosas celestes. Mis Ángeles bienamados: fui colocada bajo vuestra guarda por el dulce Jesús; yo os suplico que me guardéis siempre con cuidado, por el amor de Él. ¡Oh mis Ángeles bienamados, yo os pido que me conduzcan un día a la presencia de la Reina del Cielo, y de suplicarle que yo sea colocada en los brazos del divino Niño Jesús, su Hijo bienamado!» (11).
Seres superiores
¿Cuál es la naturaleza de esos espíritus puros? Los Ángeles son seres puramente espirituales, dotados de inteligencia, voluntad y libre arbitrio, elevados por Dios al orden sobrenatural, esto es, llamados por la gracia a participar en la vida de Dios a través de la visión beatífica. Muchísimo más perfectos que los hombres, su inteligencia es inerrante y su voluntad inmensamente poderosa. Como no tienen dependencia alguna de la materia, su conocimiento es considerablemente más perfecto que el del hombre; para ellos, ver es ya conocer. Y conocer significa comprender la cosa en toda la profundidad de que son capaces, en su substancia, y sin posibilidad de error. Por eso, la prueba, para ellos, tuvo consecuencia inmediata e irremediable. Pues su querer es absoluto, sin vuelta atrás. Aquello que quieren, lo desean para todo y para siempre.
De ahí el hecho de que, después de la prueba, hayan pasado inmediatamente a la eternidad del Infierno (los demonios), como a la del Cielo (los Ángeles buenos).
Dios creó a los Ángeles para conocerlo, amarlo, servirlo y proclamar sus grandezas, ejecutar sus órdenes, gobernar este universo y cuidar de la conservación de las especies y de los individuos que él contiene.
«Como príncipes y gobernadores de la gran Ciudad del Bien, la que se refiere a todo el sistema de la creación, los Ángeles presiden, en el orden material, el movimiento de los astros, la conservación de los elementos, y la realización de todos los fenómenos naturales que nos llenan de alegría o de terror. Entre ellos está compartida y repartida la administración de este vasto imperio. Unos cuidan de los cuerpos celestes, otros de la tierra y de sus elementos, otros de sus producciones, árboles, plantas, flores y frutos. A éstos, está confiado el gobierno de los vientos y mares, de los ríos y fuentes; a aquellos, la conservación de los animales. No hay una criatura visible, ni grande ni pequeña, que no tenga una potencia angélica encargada de velar por ella» (12).
Algunas veces los Ángeles, cuando son enviados por Dios a los hombres para alguna misión, utilizan la forma humana, a fin de acomodarse a nuestra naturaleza. Sin embargo, en esos cuerpos etéreos y ligeros con los cuales en general aparecen, no están como el alma humana está en el cuerpo, dándole vida y tornándolo capaz de operaciones vegetales y animales. Por el contrario, allí están como un operador está en su máquina, de la cual cual se sirve para ejecutar las obras de su arte. fuera del horario de trabajo, no tiene con ella ninguna ligazón.
«Según los más doctos intérpretes, las apariciones accidentales de los Ángeles en el mundo no son más que el preludio de su aparición habitual en el Cielo. Así, es probable que en el Cielo los Ángeles asumiránmagníficos cuerpos aéreos para regocijar la vista de los elegidos y conversar con ellos cara a cara» (13).
Conclusión: devoción y fidelidad a los ángeles
Evidentemente, todas esas maravillas del mundo angélico deberían llevarnos a un profundo amor, reverencia y gratitud especialmente para con nuestro Ángel de la Guarda, evitando todo aquello que pueda apenarlo, como son nuestros pecados.
«¿Como te atreverías a hacer en la presencia de los Ángeles aquello que no harías estando yo delante tuyo?», nos interpela el gran San Bernardo. Y deberíamos hacer todo lo que sabemos puede alegrar al Ángel de la Guarda, pues sólo así estaremos trabajando efectivamente para nuestra propia santificación y salvación.
La reverencia a su Ángel de la Guarda llevaba a San Estanislao Kostka, que lo veía constantemente, a esta exquisita delicadeza: cuando ambos debían entrar por una puerta, él le pedía al Ángel que pasara antes. Y como éste, a veces, lo rechazase, insistía con él hasta que cediese (15).
¡Ojalá tantos y tan bellos ejemplos nos sirvan tanto para corregir nuestra idea y visión de los seres puros como para reverenciar y aumentar nuestra devoción a esos bienaventurados espíritus angélicos que Dios, en su misericordia, nos concedió como guardianes, consejeros, protectores y mensajeros – especialmente valiosos en el mundo neopagano en que vivimos -, con vistas a la obtención de la vida celeste!
El trabajo, continuación de la obra de Dios
El trabajo es el destino natural del ser humano. Con él, el hombre transforma la naturaleza que le ha sido confiada. Además y es más importante se realiza a sí mismo como hombre: se hace mejor. El hombre hace el trabajo y el trabajo hace al hombre. Por ser la educación una continuación de la generación, es decir, una generación prolongada en el tiempo, se puede deducir la importancia que el trabajo tiene en la educación: es el quicio sobre el que se apoya todo el proceso educativo. Eso explica, por ejemplo, que la creación se presente en forma de un trabajo de Dios, realizado en un tiempo determinado y finalizado por el descanso divino. Este tiene dos sentidos: el descanso hace parte del trabajo, y que una vez creado el ser humano Dios ya puede descansar, porque el hombre continuará su obra.
El trabajo, como una de las realidades más importantes de la vida humana, es:
- Testimonio de la dignidad del hombre.
- Ocasión de desarrollo de su personalidad.
- Vínculo de unión con los demás.
- Fuente de recursos para sostener familia.
- Contribución a mejorar la sociedad.
- Fuente de progreso de la humanidad.
- Elemento fundamental de la vida humana.
Para nosotros, educadores, el trabajo se constituye en el soporte sobre el que se apoya toda nuestra labor, puesto que el trabajo es el medio a través del cual el ser humano llega a ser aquello a lo que está destinado, de acuerdo con su propia vocación.
El proyecto divino con respecto a cada hombre o mujer, sólo se puede llevar a cabo mediante el trabajo que cada uno haga sobre sí mismo, ayudado por quienes tenemos el deber de contribuir a que ese proyecto se haga realidad. Se puede decir que sólo mediante el trabajo,
Dios puede realizar su obra sobre el hombre. Y la obra de Dios, se realiza en tres etapas, que son también aquellas que nos corresponde comprender y vivir a nosotros los educadores. Hasta lograr la unidad de vida, que es la meta y el camino necesario hacia la vida eterna. Por eso es importante unir el trabajo a la educación y ésta a la vida de unión con Dios: mediante el trabajo el hombre se hace hombre; y mediante el trabajo convertido en oración el hombre se hace santo.
Hacia una espiritualidad del trabajo: El Evangelio del trabajo
Hace falta el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de dar al trabajo del hombre concreto, aquel significado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación(…). La Iglesia ve como un deber particular suyo formar en una espiritualidad del trabajo que ayude a todos los hombres a acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos respecto al hombre y al mundo, y a profundizar en sus vidas la amistad con Cristo, asumiendo mediante la fe una viva participación en su triple misión de Sacerdote, Profeta y Rey, tal como lo enseña con expresiones admirables el Concilio Vaticano II. 244
El trabajo continúa la obra creadora de Dios Padre: santificar el trabajo
En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de Dios, mediante a su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado. 245
La descripción de la creación es, en cierto sentido el primer evangelio del trabajo. Allí se demuestra en qué consiste su dignidad: en que el hombre, trabajando, imita a Dios, su Creador, por ser portador de una particular semejanza con Dios. Por eso, tanto en su trabajo como en su descanso, copia y continúa la obra creadora.
La conciencia de que el trabajo humano es una participación en la obra de Dios, debe llegar incluso a los quehaceres más ordinarios, a los deberes cotidianos, a las realidades sencillas que Cristo mismo vivió a lo largo de toda su vida oculta en Nazaret, en el hogar y en el taller de José. Al realizar cualquier trabajo hay que pensar que con él se completa la obra del Creador, al tiempo que se sirve a los hermanos y se contribuye de modo personal a que se cumplan los designios en la historia.
El Concilio Vaticano II habló de que el trabajo es una prolongación de la obra del Creador, una aportación personal a la realización del plan de la Providencia en la historia, un modo de colaborar en la terminación de la creación divina246. La misión del trabajo humano es servir de medio al hombre para alcanzar la participación en la acción creadora, prolongándola y poniéndola de relieve en la glorificación de Dios.
Esto lleva a santificar el trabajo, haciéndolo siempre lo mejor posible, comprendiendo su dignidad, no haciendo distinción entre los hombres por razón del trabajo que realizan: el trabajo, todo trabajo honesto, dignifica al hombre; y el hombre, al realizar bien cualquier tipo de trabajo, dignifica dicha labor.
El trabajo continúa la obra redentora de Dios Hijo: santificar en el trabajo
Mediante la labor encomendada al ser humano, se debía continuar la obra comenzada por Dios. Pero el plan divino encontró el obstáculo del pecado. Cuando el hombre rechaza por orgullo a Dios, el trabajo sufre las consecuencias: trabajarás con dolor. Esto significa que el sacrificio requerido para trabajar y para trabajar bien, debe vincularse con la obra de la Redención.
El esfuerzo humano está amenazado por la soberbia, el egoísmo, el afán desordenado de lucro. Y, así, se desvía del verdadero fin. Como toda actividad humana necesita entonces ser rescatada del pecado: debe darse un vínculo entre la Redención y la transformación del mundo por medio del trabajo. Para que no derive en mal del hombre, se requiere de la gracia de Dios. Con lo que el trabajo pasa a ocupar, por obra de Cristo Redentor, un puesto realmente positivo en la santificación.
Esto se ve muy claro cuando se piensa en la importancia redentora de los primeros treinta años de la vida de Jesús. El Evangelio del trabajo, según expresión del Papa Juan Pablo II, llega a la plenitud en la vida de Jesús, quien perteneció al mundo de los trabajadores, miró con amor y respeto toda tarea humana, que en sus diversas manifestaciones se muestra como participación no sólo en la obra creadora atribuida a Dios Padre sino también en la obra redentora que Cristo venía a realizar. El hombre y la mujer al trabajar, no se limitan a transformar las cosas y la sociedad, sino que se perfeccionan, se realizan como seres humanos, se hacen a sí mismos, se hacen mejores.
Todo trabajo, material o intelectual, está unido inevitablemente a la fatiga y, mediante ella, se une también a la cruz de Cristo.
El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo vino a realizar. Esta obra de salvación se realizó a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdaderamente discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día en la actividad que ha sido llamado a realizar.247
El entrar como elemento fundamental en el plan de Dios sobre el hombre y en la imitación de Jesús, el trabajo se convierte en un medio privilegiado de santificación, puesto que ésta es, antes que nada, la realización de la Voluntad de Dios y la participación en la vida de Cristo.
Os recuerdo una vez más que todo eso no es ajeno a los planes divinos. Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Ésta es la razón por la que os tenéis que santificar…, precisamente santificando vuestro trabajo.248
Esto, a condición de que sea vivido en un contexto de oración, de sacrificio, de vida interior y de unión a Dios. Donde quiera que estemos, en medio del rumor de la calle y de los afanes humanos en la fábrica, en la universidad, en las labores agrícolas, en la oficina, o en el hogar, en el deporte, lo mismo que en el lecho de enfermo o en una excursión por el campo, nos encontraremos en la serena contemplación propia de los hijos de Dios, en un constante diálogo con quien sabemos nos ama.
El trabajo, realizado cara a cara con Dios, conscientes de su presencia, se puede realizar sin interrupción, con el mismo espíritu de las personas contemplativas, poniendo en juego las virtudes de la fe, la esperanza y el amor, en las que está la cumbre de la vida cristiana.
La fe se actualiza en la misma conversación con Dios que está como escondido en el centro del alma en gracia. La esperanza se vive mientras se persevera en la labor comenzada, con el convencimiento de que se trata de un camino para llegar a Dios: “Porque fuiste fiel en lo poco, entra en el gozo de tu Señor”, dice Jesús al destacar la eficacia sobrenatural de perseverar en la personal responsabilidad haciendo rendir el talento recibido. Y el amor, que es el componente esencial de toda obra bien hecha, hasta el detalle más pequeño, por el que podemos servir a los demás, con generosidad y sacrificio.
Perpetúa la obra santificadora del Espíritu Santo: santificar a los demás por medio del trabajo
En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la Resurrección de Cristo, encontramos un tenue resplandor de la vida nueva, casi como un anuncio de los “nuevos cielos y otra tierra nueva”.249
La palabra de Dios advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo se pierde a sí mismo, si pierde su alma250. Es el anuncio que hemos de hacer a quienes trabajan con nosotros: que no pierdan el sentido sobrenatural de sus vidas, que conserven la rectitud de intención, que no olviden la gloria de Dios al trabajar, que piensen en la vida eterna, que se acuerden de que no tenemos aquí morada permanente. De esta manera, haciendo apostolado a través de las relaciones de amistad que surgen en el trabajo, participamos en la obra santificadora de Dios, realizada por el Espíritu Santo.
El cristiano que esta en actitud de escucha de la palabra del Dios vivo, uniendo el trabajo a la oración, sepa qué puesto ocupa su trabajo no sólo en el progreso terreno, sino también en el desarrollo del Reino de Dios, al que todos son llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con la palabra del Evangelio. 251
En cuanto medio de santificación, el trabajo no debe limitarse a la esfera personal: tiene que ayudar al mejoramiento espiritual de los demás. El trabajo es factor de solidaridad humana, de acercamiento entre los hombres, de cohesión social: produce entre los miembros del cuerpo social una profunda interdependencia.
Por lo mismo, afecta al crecimiento del Reino de Dios en el mundo: todo lo que acerca a los hombres, todo lo que les lleva a descubrir la fraternidad y la necesidad que tienen unos de otros, sólo tiene sentido si se pone al servicio de un amor verdadero: el que Cristo vino a anunciarnos en su gran mandamiento: “Que os améis unos a otros, como yo os he amado”. En todo trabajo hay como una finalidad profunda querida por Dios: ser una llamada al amor; amor a los demás y fundamentalmente a Dios, en cuya acción el trabajo nos hace participar. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor.
El trabajo es, pues, no sólo medio de santificación sino también cauce de acción apostólica. No sólo esto: el mismo trabajo es apostolado, en cuanto definido como amor y servicio al prójimo. ¿Qué mejor servicio puede prestarse que el de acercar los hombres a Dios? De ahí la importancia de la vida sobrenatural, la gracia divina, que es precisamente la acción del Espíritu Santo en el alma. El trabajo del ser vivificado, transfigurado, por una auténtica vida interior de oración, de sacrificio y de unión con Dios, mantenida por la práctica de los sacramentos y en especial de la Eucaristía.
Notas
244 Laborem exercens, n. 24.
245 O.c., n. 25.
246 Gaudium et spes, n. 34 y 67
247 Laborem Exercens, n. 27
248 Es Cristo que pasa, n. 46.
249 Laborem exercens, n. 27.
250 Cfr. Lucas 9, 25.
251 Laborem exercens, n. 27.
252 Es Cristo que pasa, n. 48.
Tomado del libro: » El valor de la Fe», del P. Javier Abad Gómez
La vocación cristiana, una llamada al apostolado
En la doctrina cristiana está inscrito que Dios quiere que todos los hombres sean santos y que colaboren en la santidad de los demás. Ser cristiano no es un título de satisfacción personal: es una misión divina, en la que el Señor quiere que seamos sal de la tierra y luz del mundo. Esta misión se recibe en el Bautismo y se va consolidando en cada uno de los demás sacramentos. El cristiano se sabe injertado en Cristo, por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo, por Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada uno de los que le rodean, y a la humanidad entera 290.
Alma sacerdotal
Las palabras de Jesús por las que envía a los apóstoles a predicar por todo el mundo el Evangelio, tienen aplicación a todo cristiano, puesto que no fueron dichas para un momento histórico limitado a los primeros años del cristianismo: “Yo estaré con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo”.
Existe una vocación universal al apostolado, por la que todos los cristianos debemos sentirnos responsables de difundir el Evangelio, de llevar con nosotros, con nuestra vida, nuestra conducta, nuestra palabra, el mensaje de la llamada universal a la santidad.
Cristo confió a los bautizados el derecho y el deber de dedicarse activamente a la alta misión de difundir la verdad presente en el Evangelio. La razón está en que, por el Bautismo, somos constituidos en sacerdotes de nuestra propia existencia, revestidos de esta alta dignidad que nos lleva a ser mediadores entre Dios y los hombres.
Un cristiano no podría ser fiel a Cristo si descuidara este deber de predicar, con su ejemplo y con su palabra, las verdades de la fe, la urgencia de la vida sacramental, la moral cristiana.
Somos parte viva de la Iglesia, la cual tiene la misión de continuar lo que vino a cumplir Jesucristo en la Tierra y de lo que todos hemos de sentirnos responsables. Este cometido se llama, precisamente, apostolado. La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al apostolado291.
A cada discípulo de Cristo corresponde el deber de esparcir, en la medida en que le sea posible, la fe 292. Es algo propio de cada cristiano, sin que deba esperar a ser enviado por la jerarquía de la Iglesia, ni tenga que estar vinculado a alguna organización apostólica. Puede unirse a otros, o ser llamado a una de las muchas labores sociales y apostólicas que existen en la Iglesia: pero no es en función de este llamado que tiene un deber apostólico. Más bien es al revés: es llamado para que pueda cumplir mejor su deber proveniente del Bautismo y de la Confirmación.
Misión de los laicos: apostolado y santidad
Los laicos, gracias a los impulsos del Espíritu Santo, son cada vez más conscientes de ser Iglesia, de tener una misión específica, sublime y necesaria, puesto que ha sido querida por Dios. Y saben que esa misión depende de su misma condición de cristianos, no necesariamente de un mandato de la Jerarquía293.
Así crece la Iglesia, así cumple su misión, así puede llegar a todas partes, a todos los hombres, como es su cometido esencial: gracias a la personal responsabilidad apostólica de todos los bautizados, comprometidos en descubrir y en recorrer todos los caminos de la tierra, que se hicieron divinos con el paso de Cristo. O sea que la santidad y el apostolado no son algo accesorio en la vocación cristiana, sino precisamente su fin. Es ese el programa que propone a todos el primer punto de Camino:
“Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil. Deja poso. Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón (n. 1)”.
Es ésta la enseñanza de Cristo, la vía por la cual nos quiere llevar: que estemos convencidos de que el amor a Él debe desbordar en preocupación por los demás, en ansias de salvar almas, de enseñar el camino hacia el cielo a las personas que tenemos cerca. No se puede dar una vida cristiana, de unión con Dios, práctica de sacramentos, vida de piedad, mortificación…, sin que tenga consecuencias hacia el prójimo, sin el deseo de acercar almas a Dios, llevarlas a la conversión, vincularla con el compromiso de ser, a su vez, apóstoles entre sus iguales.
Eso hemos de ser cada uno en medio del mundo que nos rodea: apóstoles. Sin discursos ni frases grandilocuentes; sin ruido. La vocación de hijos de Dios exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por el mundo, por todos los senderos de la Tierra, dispuestos a llevar la semilla de Cristo, a conducir hacia Dios todas las personas que nos encontremos en nuestro caminar.
Notas
289 Cfr. Luis Alonso, La vocación apostólica del cristiano en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, Artículo en el libro Mons. Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, pp. 229- 292.
290 Es Cristo que pasa, n. 20.
291 Apostolicam actuositatem, n. 2.
292 Lumen Gentium, n. 17.
293 Conversaciones, n. 59.
294 Cfr.Lucas VII, 11-17.
290 Cfr. Juan XI, 35.
296 Cfr. Mateo XV, 32.
297 Marcos VI, 34.
298 Cfr. Mateo V, 13-14.
299 8. Gregorio Magno, In Evangelia homiliae, 6, 6 (PL 76, 1098).
300 Mateo XIII, 25.
301 Cfr. Mateo V, 15-16.
302 Cfr. Juan IV, 10.
303 Juan II, .
304 Hechos, IX, 6.
305 Es Cristo que pasa, nn. 145-149.
306 Camino, n. 831.
Tomado del libro: » El valor de la Fe», del P. Javier Abad Gómez
Somos hijos de Dios
Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todo cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificamos con Él, para realizar en el lugar donde estamos su misión divina 274.
Se trata de la vocación universal a la santidad, que no requiere un llamamiento especial de huída del mundo, ni es privilegio de unos pocos que se retiran del mundo para hacer oración y penitencia en la tranquilidad de su apartamiento. Esta convocatoria universal es consecuencia como toda la vida del cristiano de la Filiación Divina, del comportamiento que corresponde a un hijo de Dios. Y es a partir de esta realidad, como mejor se podrá entender el deber de hacer santa toda nuestra vida, de santificar el trabajo y el estudio, de convertir una hora de estudio o de labor en oración, de unirnos a Dios por medio de las cosas normales y corrientes de la vida ordinaria.
La vocación a la santidad no está circunscrita por una particular perfección personal, aunque sí pide que realicemos con la mayor delicadeza nuestras actividades cotidianas. De lo que se trata, en esencia, es de amar, de hacer grandes por el amor a Dios, a los demás y a lo que realicemos las realidades pequeñas, las circunstancias normales de cada jornada. De alguna manera igual a como la Virgen María, San José y el mismo Jesús en el hogar de Nazaret convirtieron la sencillez de una familia como tantas otras de su época y de siempre, en un camino de amor.
Bendita normalidad que puede estar llena de tanto amor de Dios. Porque eso es lo que explica la vida de María, su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar ahí, donde la quiere Dios y cumpliendo con esmero la voluntad divina… Hemos de procurar ser como ella en las circunstancias en las que Dios quiere que vivamos… 275
“Hemos de procurar ser como ella…” Pero siempre con la idea central que enmarca la enseñanza de la Religión: buscar, encontrar y llegar a amar a Cristo. Hasta ser como se explica en el capítulo sobre la filiación divina el mismo Cristo.
El punto de partida
Cuando se dice que la vida cristiana comienza en el Bautismo, es necesario comprender en todo su profundo sentido esta expresión. En el Bautismo, Dios toma posesión de nuestra vida, nos introduce en la Vida de la Santísima Trinidad mediante una verdadera participación de su divinidad, nos convierte en hijos de Dios. Todo esto tiene una inmensa trascendencia que es necesario considerar con atención, para sacar consecuencias prácticas en el vivir cristiano.
A partir del momento en que se recibe la gracia bautismal, el Espíritu Santo comienza a actuar en el bautizado, convertido en ese momento en santo: de tal manera que si muriese sin haber cometido un solo pecado, iría inmediatamente al Cielo. Es esa santidad fruto del bautismo, la que a lo largo de la vida el cristiano debe intentar conservar y hacer propia, con las gracias sucesivas y el esfuerzo personal por derrotar pecado y sus consecuencias.
Hecho partícipe de la vida divina, al bautizado sólo le queda un camino lógico coherente con la gracia recibida gratuitamente: corresponder con todas sus fuerzas. A esta correspondencia cabe llamarla adecuadamente santidad. La cual no es consecuencia de una vocación posterior, sino que tiene como punto de partida la gracia inicial, por la que fue introducido en la vida de Dios y de la cual tendrá que luchar con denuedo para no salirse.
Los demás sacramentos irán desarrollando las virtualidades específicas de cada uno, siempre con miras a la plenitud cristiana bien como consolidación de la gracia bautismal y llamada al apostolado, en la Confirmación; como alimento necesario para recorrer el camino de la vida, en Eucaristía; recuperar la salud perdida por el pecado, en la Penitencia siempre y en la Unción de enfermos a la hora de la debilidad suprema; garantizar la supervivencia de la especie y de la Iglesia simultáneamente en los dos sacramentos sociales matrimonio y orden sagrado.
Unidad de vida
El Bautismo introduce una vida divina en la persona, como una especial sobrenaturaleza, por la que queda dotada de lo que se puede denominar con expresión original de san Josemaría Escrivá de un instinto sobrenatural que, como él mismo afirmaba, lleva a purificar todas las acciones humanas, a elevarlas al orden sobrenatural y convertirlas en instrumento de apostolado. De este modo se adquiere la posibilidad de dar a la existencia una unidad de vida, sencilla y fuerte de cuya consistencia depende en buena parte la santidad.
Esta unidad de vida tiene como expresión cabal la vida contemplativa. Este camino de contemplación de Dios no es exclusivo de sacerdotes, ni de aquellos religiosos que suelen denominarse con el título de contemplativos. El camino de la contemplación de Dios en medio del mundo es para todos los cristianos.
La vida cristiana debe ser vida de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El cristiano no es nunca un hombre solitario, puesto que vive en un trato continuo con Dios, que está junto a nosotros y en los cielos (…). En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros hombres, en todos esos instantes el cristiano debe reencontrar a Dios 276.
Vivir de la fe, por la fe y en la fe
Para llevar una vida interior así, una vida de contemplación en medio de las ocupaciones ordinarias de cristiano corriente en el mundo, se necesita vida sobrenatural: vivir de la fe, por la fe y en la fe. Así entendida y vivida, la fidelidad cristiana es operativa, conduce a la reforma de la vida, a una continua rectificación de la conducta como rectifica el ingeniero de vuelo el rumbo de su nave con el fin de que esté orientada permanentemente hacia el verdadero fin, hacia la meta definitiva: la identificación con Cristo. Sin fe no tiene sentido ni rumbo la vida del cristiano. Por eso la fe, la visión sobrenatural, pertenece debe pertenecer a la normal existencia del bautizado y abarca desde las más grandes decisiones, hasta las menudencias del acontecer cotidiano.
Cuando la fe flojea, el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano, sin que apenas se preocupe de sus hijos. Piensa en la religión como en algo yuxtapuesto, para cuando no queda otro remedio; espera, no se explica con qué fundamento, manifestaciones aparatosas, sucesos insólitos. Cuando la fe vibra en el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan de la misma vida humana corriente y habitual. Y que esta santidad grande, que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de cada jornada” 277.
De ahí brota lo que hemos mencionado atrás como unidad de vida, a la que ya dedicamos un capítulo anterior. Esta doctrina de la unidad de vida se basa en la gracia de Dios que informa la naturaleza humana, la sana, la eleva, pero formando un todo naturaleza y gracia, un único sujeto de operaciones, una sola persona humana, que actúa con un solo corazón, una sola mente, unos mismos sentimientos, un único modo real de comportarse en el templo, en la vida de oración, en la recepción de los Sacramentos y en la calle, en sus actividades ordinarias de trabajo o familiares.
Todo en plena coherencia o armonía, de tal manera que todo influye en todo, sin fracturas de personalidad ni compartimentos estancos. Esta doctrina es un redescubrimiento profundo de lo que el Verbo Encarnado nos reveló, especialmente en los treinta años de trabajo en el taller de José, ratos de convivencia en el hogar de Nazaret, normalidad como dijimos que está llena de amor de Dios. Perfecto entramado entre oración, trabajo y preocupación apostólica por los demás.
Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres.
Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo. Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius 278, el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra.
Era el faber, filius Mariae79, el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas 280y281
Para Dios, toda la gloria
Entendido de este modo, el trabajo no consiste simplemente en dedicarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor: y se convierte de este modo en oración: “Sea que comáis, sea que bebáis, o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo a gloria de Dios”282.
En tal unidad de vida el trabajo, noble por su misma naturaleza, debe ser algo que el hombre hace y algo que hace al hombre. Adquiere una nueva dimensión sobrenatural, en la que su valor le viene más del amor de Dios con que se hace, que de una evaluación basada en rendimientos o en baremos exclusivamente humanos.
En razón de la gracia obtenida por el Bautismo, el cristiano, bien sea que esté practicando el deporte, en el aula de clase, en la soledad de un laboratorio, en la habitación de un hospital, en el cuartel, en la fábrica, en el campo, en el hogar de familia, o en medio de la calle, sabe que Dios lo espera, lo acompaña, lo contempla. En todo, se descubre un sentido nuevo, divino, que da a la existencia sabor sobrenatural.
Como fruto de la búsqueda de Cristo, de dejarse penetrar por su gracia, de la perseverancia en los caminos de oración, del irse llenando de deseos de santidad y de amor a Dios, se despliega el celo apostólico. El trato con Jesús llena el alma del Amor que Cristo tiene por todos los hombres.
En esta doctrina sobre la santidad de la vida ordinaria y la unidad de vida, debe entrar necesariamente la devoción a la Virgen María, puesto que ella, después de Jesucristo, es el modelo perfecto de lo que es y debe ser la existencia cristiana, que busca la santidad en las cosas corrientes de la vida en medio del mundo.
Notas
273 Cfr. José María Casciaro, La santificación del cristiano en medio del mundo, artículo del libro “Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer el Opus Dei”, pp. 109-171.
274 Es Cristo que pasa, n. 110.
275 O.c., n. 148.
276 O.c., n. 116.
277 Amigos de Dios, n. 312.
278 Mateo XIII, 55.
279 Marcos VI 3
280 Juan XII 32
281 Es Cristo que pasa, nn. 14-15.
282 I Corintios, 10, 31.
Tomado del libro: » El valor de la Fe», del P. Javier Abad Gómez
Radicalidad del bautismo como llamada a la santidad
Todos los hombres son amados de Dios, de todos ellos espera amor. De todo cualesquiera que sean sus condiciones personales, su posición social, su profesión u oficio. La vida corriente y ordinaria no es cosa de poco valor: todos los caminos pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificamos con Él, para realizar en el lugar donde estamos su misión divina 274.
Se trata de la vocación universal a la santidad, que no requiere un llamamiento especial de huída del mundo, ni es privilegio de unos pocos que se retiran del mundo para hacer oración y penitencia en la tranquilidad de su apartamiento. Esta convocatoria universal es consecuencia como toda la vida del cristiano de la Filiación Divina, del comportamiento que corresponde a un hijo de Dios. Y es a partir de esta realidad, como mejor se podrá entender el deber de hacer santa toda nuestra vida, de santificar el trabajo y el estudio, de convertir una hora de estudio o de labor en oración, de unirnos a Dios por medio de las cosas normales y corrientes de la vida ordinaria.
La vocación a la santidad no está circunscrita por una particular perfección personal, aunque sí pide que realicemos con la mayor delicadeza nuestras actividades cotidianas. De lo que se trata, en esencia, es de amar, de hacer grandes por el amor a Dios, a los demás y a lo que realicemos las realidades pequeñas, las circunstancias normales de cada jornada. De alguna manera igual a como la Virgen María, San José y el mismo Jesús en el hogar de Nazaret convirtieron la sencillez de una familia como tantas otras de su época y de siempre, en un camino de amor.
Bendita normalidad que puede estar llena de tanto amor de Dios. Porque eso es lo que explica la vida de María, su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo de sí misma, contenta de estar ahí, donde la quiere Dios y cumpliendo con esmero la voluntad divina… Hemos de procurar ser como ella en las circunstancias en las que Dios quiere que vivamos… 275
“Hemos de procurar ser como ella…” Pero siempre con la idea central que enmarca la enseñanza de la Religión: buscar, encontrar y llegar a amar a Cristo. Hasta ser como se explica en el capítulo sobre la filiación divina el mismo Cristo.
El punto de partida
Cuando se dice que la vida cristiana comienza en el Bautismo, es necesario comprender en todo su profundo sentido esta expresión. En el Bautismo, Dios toma posesión de nuestra vida, nos introduce en la Vida de la Santísima Trinidad mediante una verdadera participación de su divinidad, nos convierte en hijos de Dios. Todo esto tiene una inmensa trascendencia que es necesario considerar con atención, para sacar consecuencias prácticas en el vivir cristiano.
A partir del momento en que se recibe la gracia bautismal, el Espíritu Santo comienza a actuar en el bautizado, convertido en ese momento en santo: de tal manera que si muriese sin haber cometido un solo pecado, iría inmediatamente al Cielo. Es esa santidad fruto del bautismo, la que a lo largo de la vida el cristiano debe intentar conservar y hacer propia, con las gracias sucesivas y el esfuerzo personal por derrotar pecado y sus consecuencias.
Hecho partícipe de la vida divina, al bautizado sólo le queda un camino lógico coherente con la gracia recibida gratuitamente: corresponder con todas sus fuerzas. A esta correspondencia cabe llamarla adecuadamente santidad. La cual no es consecuencia de una vocación posterior, sino que tiene como punto de partida la gracia inicial, por la que fue introducido en la vida de Dios y de la cual tendrá que luchar con denuedo para no salirse.
Los demás sacramentos irán desarrollando las virtualidades específicas de cada uno, siempre con miras a la plenitud cristiana bien como consolidación de la gracia bautismal y llamada al apostolado, en la Confirmación; como alimento necesario para recorrer el camino de la vida, en Eucaristía; recuperar la salud perdida por el pecado, en la Penitencia siempre y en la Unción de enfermos a la hora de la debilidad suprema; garantizar la supervivencia de la especie y de la Iglesia simultáneamente en los dos sacramentos sociales matrimonio y orden sagrado.
Unidad de vida
El Bautismo introduce una vida divina en la persona, como una especial sobrenaturaleza, por la que queda dotada de lo que se puede denominar con expresión original de san Josemaría Escrivá de un instinto sobrenatural que, como él mismo afirmaba, lleva a purificar todas las acciones humanas, a elevarlas al orden sobrenatural y convertirlas en instrumento de apostolado. De este modo se adquiere la posibilidad de dar a la existencia una unidad de vida, sencilla y fuerte de cuya consistencia depende en buena parte la santidad.
Esta unidad de vida tiene como expresión cabal la vida contemplativa. Este camino de contemplación de Dios no es exclusivo de sacerdotes, ni de aquellos religiosos que suelen denominarse con el título de contemplativos. El camino de la contemplación de Dios en medio del mundo es para todos los cristianos.
La vida cristiana debe ser vida de oración constante, procurando estar en la presencia del Señor de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. El cristiano no es nunca un hombre solitario, puesto que vive en un trato continuo con Dios, que está junto a nosotros y en los cielos (…). En medio de las ocupaciones de la jornada, en el momento de vencer la tendencia al egoísmo, al sentir la alegría de la amistad con los otros hombres, en todos esos instantes el cristiano debe reencontrar a Dios 276.
Vivir de la fe, por la fe y en la fe
Para llevar una vida interior así, una vida de contemplación en medio de las ocupaciones ordinarias de cristiano corriente en el mundo, se necesita vida sobrenatural: vivir de la fe, por la fe y en la fe. Así entendida y vivida, la fidelidad cristiana es operativa, conduce a la reforma de la vida, a una continua rectificación de la conducta como rectifica el ingeniero de vuelo el rumbo de su nave con el fin de que esté orientada permanentemente hacia el verdadero fin, hacia la meta definitiva: la identificación con Cristo. Sin fe no tiene sentido ni rumbo la vida del cristiano. Por eso la fe, la visión sobrenatural, pertenece debe pertenecer a la normal existencia del bautizado y abarca desde las más grandes decisiones, hasta las menudencias del acontecer cotidiano.
Cuando la fe flojea, el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano, sin que apenas se preocupe de sus hijos. Piensa en la religión como en algo yuxtapuesto, para cuando no queda otro remedio; espera, no se explica con qué fundamento, manifestaciones aparatosas, sucesos insólitos. Cuando la fe vibra en el alma, se descubre, en cambio, que los pasos del cristiano no se separan de la misma vida humana corriente y habitual. Y que esta santidad grande, que Dios nos reclama, se encierra aquí y ahora, en las cosas pequeñas de cada jornada” 277.
De ahí brota lo que hemos mencionado atrás como unidad de vida, a la que ya dedicamos un capítulo anterior. Esta doctrina de la unidad de vida se basa en la gracia de Dios que informa la naturaleza humana, la sana, la eleva, pero formando un todo naturaleza y gracia, un único sujeto de operaciones, una sola persona humana, que actúa con un solo corazón, una sola mente, unos mismos sentimientos, un único modo real de comportarse en el templo, en la vida de oración, en la recepción de los Sacramentos y en la calle, en sus actividades ordinarias de trabajo o familiares.
Todo en plena coherencia o armonía, de tal manera que todo influye en todo, sin fracturas de personalidad ni compartimentos estancos. Esta doctrina es un redescubrimiento profundo de lo que el Verbo Encarnado nos reveló, especialmente en los treinta años de trabajo en el taller de José, ratos de convivencia en el hogar de Nazaret, normalidad como dijimos que está llena de amor de Dios. Perfecto entramado entre oración, trabajo y preocupación apostólica por los demás.
Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres.
Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo. Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius 278, el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra.
Era el faber, filius Mariae79, el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas 280y281
Para Dios, toda la gloria
Entendido de este modo, el trabajo no consiste simplemente en dedicarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor: y se convierte de este modo en oración: “Sea que comáis, sea que bebáis, o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo a gloria de Dios”282.
En tal unidad de vida el trabajo, noble por su misma naturaleza, debe ser algo que el hombre hace y algo que hace al hombre. Adquiere una nueva dimensión sobrenatural, en la que su valor le viene más del amor de Dios con que se hace, que de una evaluación basada en rendimientos o en baremos exclusivamente humanos.
En razón de la gracia obtenida por el Bautismo, el cristiano, bien sea que esté practicando el deporte, en el aula de clase, en la soledad de un laboratorio, en la habitación de un hospital, en el cuartel, en la fábrica, en el campo, en el hogar de familia, o en medio de la calle, sabe que Dios lo espera, lo acompaña, lo contempla. En todo, se descubre un sentido nuevo, divino, que da a la existencia sabor sobrenatural.
Como fruto de la búsqueda de Cristo, de dejarse penetrar por su gracia, de la perseverancia en los caminos de oración, del irse llenando de deseos de santidad y de amor a Dios, se despliega el celo apostólico. El trato con Jesús llena el alma del Amor que Cristo tiene por todos los hombres.
En esta doctrina sobre la santidad de la vida ordinaria y la unidad de vida, debe entrar necesariamente la devoción a la Virgen María, puesto que ella, después de Jesucristo, es el modelo perfecto de lo que es y debe ser la existencia cristiana, que busca la santidad en las cosas corrientes de la vida en medio del mundo.
Notas
273 Cfr. José María Casciaro, La santificación del cristiano en medio del mundo, artículo del libro “Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer el Opus Dei”, pp. 109-171.
274 Es Cristo que pasa, n. 110.
275 O.c., n. 148.
276 O.c., n. 116.
277 Amigos de Dios, n. 312.
278 Mateo XIII, 55.
279 Marcos VI 3
280 Juan XII 32
281 Es Cristo que pasa, nn. 14-15.
282 I Corintios, 10, 31.
Tomado del libro: » El valor de la Fe», del P. Javier Abad Gómez
La profecía de la «Humanae Vitae», según Benedicto XVI
Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI, el 10 de mayo en el Vaticano, a los participantes en el Congreso Internacional sobre la actualidad de la carta encíclica del Papa Pablo VI «Humanae Vitae», en su cuadragésimo aniversario.
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Con gran placer os acojo al final de los trabajos, en los que habéis reflexionado sobre un problema antiguo y siempre nuevo como es el de la responsabilidad y el respeto al surgir de la vida humana.
El concilio Vaticano II, en la constitución Gaudium et spes, ya se dirigía a los hombres de ciencia invitándolos a aunar sus esfuerzos para alcanzar la unidad del saber y una certeza consolidada acerca de las condiciones que pueden favorecer «una honesta ordenación de la procreación humana» (n. 52). Mi predecesor, de venerada memoria, el siervo de Dios Pablo VI, el 25 de julio de 1968, publicó la carta encíclica Humanae vitae. Ese documento se convirtió muy pronto en signo de contradicción.
Elaborado a la luz de una decisión sufrida, constituye un significativo gesto de valentía al reafirmar la continuidad de la doctrina y de la tradición de la Iglesia. Ese texto, a menudo mal entendido y tergiversado, suscitó un gran debate, entre otras razones, porque se situó en los inicios de una profunda contestación que marcó la vida de generaciones enteras. Cuarenta años después de su publicación, esa doctrina no sólo sigue manifestando su verdad; también revela la clarividencia con la que se afrontó el problema.
De hecho, el amor conyugal se describe dentro de un proceso global que no se detiene en la división entre alma y cuerpo ni depende sólo del sentimiento, a menudo fugaz y precario, sino que implica la unidad de la persona y la total participación de los esposos que, en la acogida recíproca, se entregan a sí mismos en una promesa de amor fiel y exclusivo que brota de una genuina opción de libertad. ¿Cómo podría ese amor permanecer cerrado al don de la vida? La vida es siempre un don inestimable; cada vez que surge, percibimos la potencia de la acción creadora de Dios, que se fía del hombre y, de este modo, lo llama a construir el futuro con la fuerza de la esperanza.
El Magisterio de la Iglesia no puede menos de reflexionar siempre profundamente sobre los principios fundamentales que conciernen al matrimonio y a la procreación. Lo que era verdad ayer, sigue siéndolo también hoy. La verdad expresada en la Humanae vitae no cambia; más aún, precisamente a la luz de los nuevos descubrimientos científicos, su doctrina se hace más actual e impulsa a reflexionar sobre el valor intrínseco que posee.
La palabra clave para entrar con coherencia en sus contenidos sigue siendo el amor. Como escribí en mi primera encíclica, Deus caritas est: «El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; (…) ni el cuerpo ni el espíritu aman por sí solos: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma» (n. 5). Si se elimina esta unidad, se pierde el valor de la persona y se cae en el grave peligro de considerar el cuerpo como un objeto que se puede comprar o vender (cf. ib.).
En una cultura marcada por el predominio del tener sobre el ser, la vida humana corre el peligro de perder su valor. Si el ejercicio de la sexualidad se transforma en una droga que quiere someter al otro a los propios deseos e intereses, sin respetar los tiempos de la persona amada, entonces lo que se debe defender ya no es sólo el verdadero concepto del amor, sino en primer lugar la dignidad de la persona misma. Como creyentes, no podríamos permitir nunca que el dominio de la técnica infecte la calidad del amor y el carácter sagrado de la vida.
No por casualidad Jesús, hablando del amor humano, se remite a lo que realizó Dios al inicio de la creación (cf. Mt 19, 4-6). Su enseñanza se refiere a un acto gratuito con el cual el Creador no sólo quiso expresar la riqueza de su amor, que se abre entregándose a todos, sino también presentar un modelo según el cual debe actuar la humanidad. Con la fecundidad del amor conyugal el hombre y la mujer participan en el acto creador del Padre y ponen de manifiesto que en el origen de su vida matrimonial hay un «sí» genuino que se pronuncia y se vive realmente en la reciprocidad, permaneciendo siempre abierto a la vida.
Esta palabra del Señor sigue conservando siempre su profunda verdad y no puede ser eliminada por las diversas teorías que a lo largo de los años se han sucedido, a veces incluso contradiciéndose entre sí. La ley natural, que está en la base del reconocimiento de la verdadera igualdad entre personas y pueblos, debe reconocerse como la fuente en la que se ha de inspirar también la relación entre los esposos en su responsabilidad al engendrar nuevos hijos. La transmisión de la vida está inscrita en la naturaleza, y sus leyes siguen siendo norma no escrita a la que todos deben remitirse. Cualquier intento de apartar la mirada de este principio queda estéril y no produce fruto.
Es urgente redescubrir una alianza que siempre ha sido fecunda, cuando se la ha respetado. En esa alianza ocupan el primer plano la razón y el amor. Un maestro tan agudo como Guillermo de Saint Thierry escribió palabras que siguen siendo profundamente válidas también para nuestro tiempo: «Si la razón instruye al amor, y el amor ilumina la razón; si la razón se convierte en amor y el amor se mantiene dentro de los confines de la razón, entonces ambos pueden hacer algo grande» (Naturaleza y grandeza del amor, 21, 8).
¿Qué significa ese «algo grande» que se puede conseguir? Es el surgir de la responsabilidad ante la vida, que hace fecundo el don que cada uno hace de sí al otro. Es fruto de un amor que sabe pensar y escoger con plena libertad, sin dejarse condicionar excesivamente por el posible sacrificio que requiere. De aquí brota el milagro de la vida que los padres experimentan en sí mismos, verificando que lo que se realiza en ellos y a través de ellos es algo extraordinario. Ninguna técnica mecánica puede sustituir el acto de amor que dos esposos se intercambian como signo de un misterio más grande, en el que son protagonistas y partícipes de la creación.
Por desgracia, se asiste cada vez con mayor frecuencia a sucesos tristes que implican a los adolescentes, cuyas reacciones manifiestan un conocimiento incorrecto del misterio de la vida y de las peligrosas implicaciones de sus actos. La urgencia formativa, a la que a menudo me refiero, concierne de manera muy especial al tema de la vida. Deseo verdaderamente que se preste una atención muy particular sobre todo a los jóvenes, para que aprendan el auténtico sentido del amor y se preparen para él con una adecuada educación en lo que atañe a la sexualidad, sin dejarse engañar por mensajes efímeros que impiden llegar a la esencia de la verdad que está en juego.
Proporcionar ilusiones falsas en el ámbito del amor o engañar sobre las genuinas responsabilidades que se deben asumir con el ejercicio de la propia sexualidad no hace honor a una sociedad que declara atenerse a los principios de libertad y democracia. La libertad debe conjugarse con la verdad, y la responsabilidad con la fuerza de la entrega al otro, incluso cuando implica sacrificio; sin estos componentes no crece la comunidad de los hombres y siempre está al acecho el peligro de encerrarse en un círculo de egoísmo asfixiante.
La doctrina contenida en la encíclica Humanae vitae no es fácil. Sin embargo, es conforme a la estructura fundamental mediante la cual la vida siempre ha sido transmitida desde la creación del mundo, respetando la naturaleza y de acuerdo con sus exigencias. El respeto por la vida humana y la salvaguarda de la dignidad de la persona nos exigen hacer lo posible para que llegue a todos la verdad genuina del amor conyugal responsable en la plena adhesión a la ley inscrita en el corazón de cada persona.
CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 17 mayo 2008 (ZENIT.org).
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede © Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]